26 de mayo de 2013

La represión del Estado, el derecho a la desobediencia y el fetiche de la violencia

El biólogo Humberto Maturana propone una definición de violencia, cuyo eje central es una demanda extrema de obediencia y sometimiento, sea ésta realizada por medios directos o sutiles. Esta breve caracterización contiene como premisa básica una negación de la legitimidad del otro. Entiendo como legitimidad del otro, su derecho a desarrollarse en forma integral de acuerdo a sus propias necesidades, en armonía con el resto, desde una noción general de interdependencia y reciprocidad basada en el mutuo reconocimiento de nuestras diferencias y de aquello que es común. En una sociedad jerarquizada ciertos valores hegemónicos son impuestos por la fuerza y la reproducción de la cultura, mediante justificaciones que van desde lo divino hasta falsificaciones de la historia con respecto a un contrato social. Los valores impuestos tienen como objetivo, por un lado un control conductual que asegure que cualquier otra forma de pensamiento y acción sea una herejía, y el perpetuar el sostenimiento de sistemas económicos que consoliden materialmente el poder de una minoría. Las sociedades jerarquizadas, al funcionar de esta manera, cultivan como emoción básica el miedo a las consecuencias negativas de resistir. Inculcan el miedo mediante la imposición de estos valores dominantes, los cuales garantizan la explotación de amplios sectores de la población. El ser humano, al ser una criatura que se reconoce a sí misma en relación con los otros, en la sociedad jerarquizada constantemente asume un rol de oprimido u opresor a distintas escalas: familiar, laboral, social, etc. En definitiva es una relación en que los vínculos de solidaridad y confianza son sustituidos por protocolos de acción, implícitos o explícitos, de demanda de obediencia, es decir una estructuración de la sociedad basada en la violencia, cuyo lenguaje son las leyes impuestas por la minoría en el poder y sus muchos más amplios colaboradores anclados en la reproducción de la cultura de la sumisión. Lo que conlleva a que no puedan ser percibidas como relaciones violentas, además de que dichos comportamientos, al ser absorbidos desde la niñez, modifican nuestra propia fisiología en tal dirección. En la sociedad capitalista se ha generado un discurso de aparente pluralidad y aceptación de todas las diferencias, pero como un tema meramente folclórico donde ningún modo de vida ajeno a los valores dominantes puede interrumpir en lo más mínimo el poder de la clase dominante, constituyendo una dictadura enmascarada dentro de un relativismo cultural que golpea con tanta violencia como cualquier otro tipo de régimen totalitario. Bajo este contexto en que las relaciones jerarquizadas son intrínsecamente violentas a nivel biológico y afectivo, cabe la pregunta si es legitimo confrontar con violencia esta estructura totalitaria que representa el estado y el capitalismo. En mi opinión, tal dilema es ficción por la sencilla razón de que toda la estructura jerarquizada es violenta en sí misma. En esta condición quedamos sometidos a la violencia de otros grupos sociales, o bien, simplemente la volcamos contra nosotros mismos, como sucede en fenómenos psicosomáticos (enfermedades por estrés por ejemplo). En mi opinión la pregunta relevante es cómo construimos un sistema social solidario y en ese sentido todas las estructuras verticales como el estado centralizado deben ser sustituidas y superadas por estructuras de organización por libre asociación, horizontales y descentralizadas basadas en la empatía como base afectiva del apoyo mutuo. Lo que conlleva, como requisito, desmontar las bases económicas del poder, es decir impedir la acumulación de capital en grupos económicos y la propiedad privada de bienes comunes, en síntesis que cada comunidad pueda hacerse cargo de los asuntos que son de su interés. En todo ese escenario, las acciones de resistencia y desobediencia frente a las leyes y valores dominantes que no han emanado de más consenso que el que imponen la mentira y el exterminio, son totalmente lógicas, en la medida en que se convierten en las tácticas que posibilitan el derecho a rebelión de los pueblos y comunidades oprimidas. Ante tales afirmaciones rápidamente se podría esgrimir la contradicción de fundar un sistema solidario desde la misma violencia que impone el estado. Sin embargo me parece que hay diferencias importantes: La violencia que impone el estado es un fenómeno sistemático, que invade toda la cotidianidad, a diferencia de la desobediencia y resistencia que es un fenómeno transitorio cuyo objetivo es la abolición de la imposición del control social. La violencia del estado mediante policías militarizadas es presentada en el discurso oficial como necesaria y deseable, incluso ejerciéndose sobre los cuerpos de niños y personas desarmadas o débilmente armadas, en cambio la desobediencia y resistencia que constituyen acciones de sabotaje o interrupción de la cotidianidad y que tienen por objetivo dañar una estructura socioeconómica plenamente identificable. Finalmente la violencia del estado a través de su policía militarizada tiende a lesionar, en forma grave tanto física como emocionalmente al disidente, con el fin de disuadirlo de persistir, en cambio la desobediencia o resistencia a estos ataques, tiene por objetivo la autodefensa que permita que la disidencia asegure su supervivencia en el tiempo. En esta perspectiva el tema de la desobediencia y resistencia, en cuanto a sus métodos, queda enmarcado a analizar qué tácticas son liberadoras y útiles en un momento particular y no al hecho mismo de debatir si debemos mantenernos dentro de las leyes que emanan de imposiciones ilegitimas. Por lo que también es importante entender que el movernos dentro de una sociedad jerarquizada intrínsecamente violenta ha llevado a construir, en algunos sectores, una retorica incendiaria que en mi opinión fetichiza la violencia, lo cual puede ser tan nocivo como el más tímido de los reformismos pacifistas. Esto último es una victoria del propio sistema de dominación que nos hace olvidar que determinados medios tampoco son un fin en sí mismo y que una sociedad libertaria, si bien requerirá de resistencia y desobediencia para construirse, necesitara en mucha mayor cantidad de horizontalidad, amor, solidaridad, y apoyo mutuo. Debemos tener claro ésto para aplicarlo en nuestro discurso teórico y en nuestras acciones practicas de manera cotidiana. La violencia y las diversas formas de control social a las que somos sometidos son brutales, al punto que son naturalizadas por completo, y por lo mismo no podemos permitir que nos conquiste en forma tan intima mientras luchamos por defendernos y alcanzar nuestros objetivos. El adversario, la clase dominante, siempre tendrá diversos rostros y administradores con mayor grado de importancia y trascendencia unos que otros, pero ellos no son el objetivo principal sino los valores y la estructura jerarquizada intrínsecamente violenta que defienden. La revolución no será un carnaval, pero tampoco tiene porque ser un baño de sangre masivo que ponga en riesgo a la propia humanidad, será ante todo un movimiento consciente que oponga una cultura propia, solidaria y horizontal que reconozca como legitimo aquello que nos diferencia y lo que tenemos en común, en donde nadie tenga el poder de imponer estructuras de dominación, y en que la resistencia y la desobediencia serán una carta mas dentro de la baraja de la que en ningún caso se puede prescindir. Quien no entienda esto y siga planteando la violencia o el pacifismo como fin o medio en sí mismo y en términos absolutos sólo estará predicando la moral hipócrita de nuestros opresores.

21 de abril de 2013

El componente social del anarquismo - (Capi Vidal)

La cuestión social dentro del anarquismo es uno de los puntos clave para desentrañar sus propuestas políticas. Si liberalismo y anarquismo pudieron tener algunos puntos históricos en común, como puede ser la importancia del disentimiento frente a las opiniones establecidas o la crítica al poder instituido, con el tiempo no tardaran en divergir de forma severa; esto es, obviamente, por indentificarse el liberalismo como actitud moral y personal como una ideología de las clases burguesas modernas. Es más, el liberalismo ha abierto paso, con su ideal del laissez-faire en un contexto de libre mercado, la intervención mínima o nula del Estado en la economía, a mayores desigualdades en beneficio de ciertos grupos sociales (no del conjunto de la sociedad). Es importante recalcar esto, resulta muy diferenciable y en muchos aspectos irreconciliables la actitud política y social liberal de lo que debemos entender como libertaria, propia del anarquismo. Con Godwin, y aunque nos situamos en una época previa a la industrialización, nos encontramos ya una critica demoladora a la propiedad privada y a las enormes desigualdades que conlleva; no obstante, la visión de este autor no es nada simplista, y realiza una distinción entre la propiedad y las posesiones, que será luego retomada por Proudhon. La propiedad sería el resultado de un sistema injusto de la distribución de la riqueza, mientras que la posesión resulta inherente al progreso del hombre, ya que éste tiene unas necesidades básicas que satisfacer y debe recibir los frutos de su trabajo. Además de Godwin, hay que reseñar a otros autores dentro de la tradición libertaria, que no son específicamente anarquistas. Así, John Stuart Mill posee rasgos libertarios, además de liberales, especialmente en su concepción de la sociedad y en su preocupación por las desigualdades (no solo entre seres humanos, también entre hombres y mujeres). Stuart Mill siguió en muchos aspectos a Jeremy Bentham, otro autor no estrictamente ácrata, pero al que podemos considerar libertario en algunos aspectos éticos y políticos. En los llamados socialistas utópicos, también encontramos rasgos libertarios; Saint-Simon es considerado el primer autor en considerar que la política debería dejar paso a la administración de los asuntos económicos, aunque no es posible considerarle anarquista al preconizar la necesidad de un gobierno jerarquizado (eso sí, más directivo que autoritario), pero sí otorga un sentido primordial a la solidaridad como factor de cohesión social; Owen, más reacio al desarrollo de la sociedad industrial, fue más favorable a la existencia de pequeñas comunas en las que fuera posible una vida integral, donde influirá notablemente en el socialismo y anarquismo posterior será en los aspectos educativos; la preocupación de Fourier por la libertad y por la erradicación social del autoritarismo le sitúa muy cerca del anarquismo, son muy originales sus preocupaciones sicológicas sobre el individuo al desear liberar en sentido emancipador todas las pasiones humanas. Tal vez muchas de las propuestas de los socialistas utópicos se hayan visto posteriormente como ingenuas, pero los anarquistas fueron mucho más flexibles que otras corrientes y reconocieron su legado, especialmente en su deseo común de una revolución social integral y no solo económica. Con Proudhon, hay que hablar directamente de anarquismo situando el origen de la división, irreconciliable en la práctica, entre socialistas autoritarios y socialistas libertarios. Como es sabido, Proudhon fue un hombre de grandes contradicciones, con diversos cambios en su visión sobre la propiedad y el salario, pero al que hay que considerar como un importante filósofo anarquista en el que encontramos ya unos rasgos primordiales para las ideas libertarias como es la cuestión federalista. Sin embargo, será después con Bakunin y con Kropotkin con los que encontramos ya la formulación del anarquismo con su componente social, llámese colectivismo o comunismo. Con Malatesta, tenemos una exposición clara del socialismo y de la anarquía, hasta el punto de considerar ambos términos estrechamente ligados; la explotación económica y la dominación política vendrían a ser dos aspectos de un mismo hecho. En Malatesta, observamos ya una crítica severa a ciertas corrientes que quieren llamarse anarquistas sin analizar ni combatir la dominación de un modo amplio: El socialismo sin la anarquía, esto es, el socialismo gubernamental, lo creemos imposible, puesto que sería destruido por el mismo órgano destinado a mantenerlo. La anarquía sin el socialismo nos parece igualmente imposible, puesto que, en tal caso, esa no podría ser más que el dominio de los más fuertes y, por tanto, pronto comenzaría la organización y la consolidación de este dominio; esto es, la constitución del gobierno. Se trata del componente social, organizativo e incluso moral del anarquismo, que tanto ha reivindicado recientemente Murray Bookchin. Rudolf Rocker, en su libro sobre una de las tendencias organizativas del anarquismo, Anarcosindicalismo. Teoría y práctica, considera que el ideal ácrata tiene en común con otras corrientes socialistas el deseo de abolir todo monopolio económico, mientras que lo que lo diferencia es considerar que la guerra contra el capitalismo debe ser también un combate contra todas las instituciones de poder político: de nuevo observamos la insistencia ácrata en la unión entre la explotación económica y la dominación política y social. El muy exhaustivo Rocker analiza la cuestión de forma extensa, especialmente en Nacionalismo y cultura. Las palabras socialismo y, especialmente, comunismo han sido muy pervertidas por la praxis estatista; esto es así, hasta el punto que hoy se identifica con esos regímenes totalitarios, por lo que se suelen rechazar de forma inmediata. Sin embargo, el anarquismo nace y se desarrolla como una corriente socialista, algo que resulta tremendamente reivindicable si se insiste en que nada tiene que ver con la dominación y sí con la emancipación social. La manera de entender el individualismo ácrata es que el mayor número de hombres y mujeres a nuestro alrededor sean libres, parafraseando a Bakunin. Libertad e igualdad van unidas, por lo que entramos en la participación de cada persona en la producción económica y en el disfrute de la riqueza social; hablamos, por lo tanto, de socialismo como explotación colectiva de los medios de producción y de respeto a la libertad individual y a la iniciativa privada. Esta conciliación, que resume la definición del anarquismo de Rocker como síntesis entre socialismo y liberalismo no es fácil, pero ninguna concepción utópica lo es en el momento de su formulación. Colin Ward, por mencionar otro autor anarquista reciente, entendía el socialismo libertario como un movimiento cooperativo que supusiera una multiplicidad de formas de propiedad colectiva de los medios de producción, de distribución y de intercambio. No obstante, existe una gran variedad de ideas y corrientes anarquistas, pero ninguna debería verse como absoluta ni exenta de ese componente social y auténticamente progresista. La organización ácrata, que sigue poseyendo diversas expresiones en la actualidad, y es bueno que así sea, debería seguir confiando en sus raíces ilustradas, socialistas y autogestionarias, así como en la moral del apoyo mutuo y en la solidaridad como factor de cohesión social, al mismo tiempo que encuentra nuevas e importantes formulaciones que, en ningún caso, deberían romper con lo anterior.

3 de marzo de 2013

SOCIEDAD Y CLASE (Tomado de metiendoruido.com)

El período iniciado después de la pasada guerra mundial [2da guerra mundial], y que hoy ha conducido a una nueva catástrofe de incalculable alcance, no solamente ha echado por la borda una cantidad de instituciones políticas y sociales, sino que ha dado también una nueva dirección al pensamiento y lleva hoy a la conciencia de muchos lo que algunos habían reconocido hace tiempo. No sólo se ha producido una modificación en el pensamiento de las capas burguesas de la sociedad; el mismo cambio se advierte también en el campo del socialismo. La gran mayoría de los socialistas que han creído con Marx en la misión histórica del proletariado y sostuvieron con el marxismo que “de todas las clases que se encuentran hoy frente a la burguesía, sólo el proletariado es una clase realmente revolucionaria”, se encuentran ahora ante fenómenos que no se puede explicar con argumentos puramente económicos. Era muy cómodo ver en el proletariado al heredero de la sociedad burguesa y creer que eso obedecía a férreas leyes históricas, tan inflexibles como las leyes que rigen al universo. Este es el defecto inevitable de todos los conceptos colectivos y de las generalizaciones arbitrarias. Pero el pensamiento y la acción del hombre no son sólo un resultado de su incorporación a una clase. Está sometido a todas las influencias sociales imaginables y, sin duda, también depende, en parte, de ciertas disposiciones innatas que encuentran la expresión más variada bajo la acción del ambiente social circundante. Seis hijos engendrados por el mismo padre proletario, dados a luz por la misma madre proletaria y crecidos en el mismo ambiente proletario, siguen, en el desarrollo de su vida ulterior, los caminos más divergentes y son atraídos por toda suerte de aspiraciones sociales, o son reacios a todo sentimiento social. Uno llega al campo hitleriano, el otro se vuelve comunista, socialista, reaccionario, revolucionario, librepensador o sectario religioso. ¿Por qué ocurre eso? No lo sabemos, y tampoco los mejores ensayos de explicación son capaces de descubrirnos absolutamente el desenvolvimiento del individuo. Si el pensamiento de la evolución tiene un sentido, sólo puede consistir en el hecho que todo fenómeno lleva en sí las leyes de su formación gradual, leyes que se ajustan a las condiciones externas del ambiente social y natural. Ya el hecho singular de que la fe en la “misión histórica del proletariado”, la idea misma del socialismo, no han nacido del cerebro de los llamados proletarios, sino que han sido inventadas por descendientes de otras clases sociales y fueron presentadas a las clases trabajadoras como un condimento listo para el consumo, debería sonar algo críticamente. Casi ninguno de los grandes precursores y animadores del pensamiento socialista ha surgido del campo del proletariado. Con excepción de J. P. Proudhon, E. Dietzgen, H. George y algún par de ellos más, los representantes espirituales del socialismo de todos los matices han surgido de otras capas sociales. Ch. Fourier, H. Saint-Simon, E. Cabet, A. Bazard, C. Pecqueur, L. Blanc, E. Buret, Ph. Buchez, P. Leroux, Flora Tristan, A. Blanqui, J. de Collins, W. Godwin, R. Owen, W. M. Thompson, J. Gray, M. Hess, K. Grün, K. Marx, F. Engels, F. Lasalle, K. Rodbertus, E. Düring, M. Bakunin, A. Herzen, N. Chernichevsky, P. Lavroff, Pi y Margall, F. Garrido, C. Pisacane, E. Reclús, P. Kropotkin, A. R. Wallace, M. Fluerschein, W. Morris, N Hyndman, F. Domela Nieuwenhuis, K. Kautsky, F. Tarrida del Mármol, F. Mehring, Th. Hertka, G. Landauer, J. Jaurés, Rosa Luxemburg, H. Cunow, G. Plekhanof, N. Lenín y centenares más, no eran miembros de la clase obrera. No fueron las leyes de la “física económica” las que llevaron a esos hombres y mujeres al campo del socialismo, sino principalmente motivos éticos, aun cuando quizás en algunos también hayan intervenido otros factores. Su sentimiento de justicias se rebeló contra las condiciones sociales de su tiempo y dio a su pensamiento una orientación determinada. Y, por otra parte, vemos que hombres como Noske, Hitler, Stalin y Mussolini, que han surgido de las más bajas capas sociales, se han elevado a la categoría de los peores enemigos de un movimiento obrero independiente y se convirtieron en vehículos conscientes de una reacción social cuya significación para el próximo futuro de la historia humana no se puede calcular todavía. Si se pudiera probar que la pertenencia a una clase determinada influye tan fuertemente en el pensamiento y en el sentimiento del hombre que le distingue, por toda su esencia, de los miembros de las otras clases sociales y le lleva por una dirección completamente determinada, entonces se podría hablar, quizás, de “necesidades” y de “misiones históricas”. Pero como no es así, por esa senda no se llega más que a peligrosos sofismas que transforman el pensamiento viviente en un dogma muerto, incapaz de otro desarrollo. Lo que hoy se suele calificar como “contenido social” de una clase, como “psicología” de una raza o “espíritu” de una nación, es siempre el resultando de un trabajo mental individual que se atribuye luego, arbitrariamente, como supuesta “ley de su vida”, a la clase, a la raza o a la nación. En el mejor de los casos, no pasa de una ingeniosa especulación. Pero en la mayoría de las veces obra como una fatalidad, pues no estimula nuestro pensamiento, sino que lo condena a una infecunda parálisis. La clase es sólo un concepto sociológico que tiene para nosotros la misma significación que la división de la naturaleza orgánica, por el hombre de ciencia, en diversas especies. Es un fragmento de la sociedad, como la especie es un fragmento de la naturaleza. Atribuirle una “misión histórica” es incurrir en un juego especulativo de nuestro pensamiento y no tiene mayor valor que si un naturalista quisiera hablar de la misión de los cocodrilos, de los monos o de los perros. No es la clase, sino la sociedad en que vivimos, y de la cual la clase no es más que una parte, la que influye continuamente hasta en lo más profundo de nuestra existencia espiritual. Toda nuestra cultura, el arte, la ciencia, la filosofía, la religión, etcétera, es un fenómeno social, no un fenómeno de clase, y se impone a cada uno de nosotros, cualquier que sea la capa social a que pertenezcamos. ¿No nos ha dado Alemania en este aspecto un ejemplo clásico? Hay todavía a estas horas bobos que no quieren ver en el movimiento hitleriano más que una rebelión de la pequeña burguesía, afirmación absurda privada de todo fundamento. En la institución del Tercer Reich han contribuido los hombres de todas las clases sociales y no en último término las grandes masas del proletariado alemán. En 1924 recibió Hitler en las elecciones 1.900.000 votos; diez años más tarde, en 1934, esa cifra alcanzó a 13.732.000. El ejército pardo de Hitler no se componía solamente de pequeño burgueses y de intelectuales, sino, principalmente, de obreros alemanes que, a pesar de su origen proletario, fueron tan subyugados por las ideas del fascismo como las otras capas sociales. Si se quiere combatir eficazmente la barbarie general que amenaza nuestra cultura, hay que renunciar a más de un dogma muerto y arrojar al montón de desperdicios más de una “verdad absoluta”.

8 de febrero de 2013

CLASE MEDIA, PARTIDOCRACIA Y FASCISMO (MIGUEL AMORÓS)

El tema de la partitocracia no ha sido seriamente estudiado ni por la sociología académica ni por la crítica “antifascista” del parlamentarismo moderno, y eso a pesar de que la crisis de los regímenes autoproclamados democráticos haya desvelado su realidad específica en tanto que sistema autoritario con apariencias liberales donde los partidos, y mucho más sus cúpulas, se abrogan la representación de la voluntad popular a fin de legitimar su acción y sus excesos en defensa de sus intereses particulares. No debe de extrañar el hecho, pues al igual que sucedió con la burocracia de partido único en los regímenes estalinistas y fascistas, la clase política conformada por la partitocracia existe en la medida que oculta su existencia como clase. Como apunta Debord, “la mentira ideológica de su origen jamás puede revelarse.” Su existencia como clase depende del monopolio de la ideología, leninista o fascista en un caso, democrática en el otro. Si la clase burocrática del capitalismo de Estado disimulaba su función de clase explotadora presentándose como “partido del proletariado” o “partido de la nación y la raza”, la clase partitocrática del capitalismo de Mercado lo hace exhibiéndose como “representante de millones de electores”, y por lo tanto, si la dictadura burocrática era el “socialismo real”, la suplantación partitocrática de la soberanía popular es la “democracia real”. La primera ha tratado de apuntalarse con la abundancia de espectáculos rituales y sacrificios; la segunda lo ha hecho con la abundancia de viviendas y de crédito para poseerlas. Sendas abundancias han fracasado. Para comprender el fenómeno de la partitocracia hay que remontarse a sus orígenes históricos, cuando el caciquismo deja de ser operativo debido a la pérdida de poder de las oligarquías locales en favor del Estado. En un momento determinado de desarrollo capitalista, aquél en el que la burocratización juega un rol central en la historia, la administración partidista sustituye al paternalismo de los terratenientes y de la alta burguesía. El susodicho fenómeno hay que enmarcarlo entre la degeneración extrema del parlamentarismo, la concentración del capital, la degradación de las organizaciones obreras, la expansión del Estado y la profesionalización total de la política, hechos intensificados en la posguerra mundial. Podíamos también aludir a los vaivenes imperialistas, a la guerra fría, al “eurocomunismo”, a los procesos de modernización tecnológica y a la crisis energética, como otros tantos condicionantes de la fusión de la política, el Estado y el capitalismo nacional. Pero la patrimonialización del Estado por una clase política no alcanza su cenit y, por lo tanto, no desempeña un papel crucial, más que cuando proclama como objetivo único el crecimiento de la economía autónoma, es decir, el abandono del nacionalismo económico en pro del desarrollo mundial del Mercado. Entonces la clase política, apoyada en una extensa clientela creada con fondos y empleos públicos, se convierte en parte de la clase dominante. En una nueva burguesía, si se quiere. No es una clase subalterna, ni es toda clase dirigente (salvo en China); tampoco se trata de una clase nacional. Precisamente, cuando se internacionaliza deviene un elemento fundamental en las relaciones de producción impuestas por la globalización financiera. La partitocracia suprime la contradicción entre intereses nacionales e intereses globales al recrear en todas partes las mismas condiciones políticas óptimas para la expansión de la economía; por un lado, forjando al mismo tiempo una extensa red clientelar; por el otro, desactivando las protestas que emanan de la sociedad civil y aportando la violencia institucional allí donde falla la violencia económica. La economía no funciona sin el orden, y la partitocracia es, si no exactamente el orden, es un desorden que funciona en beneficio de la economía. Es el desorden establecido. Bien que en un caso estamos ante un sistema abierto y competitivo que utiliza procedimientos electorales y, en el otro, ante un sistema cerrado y rígidamente jerarquizado donde los nombramientos no necesitan legitimación pública, en los últimos tiempos no es raro la comparación, incluso la asimilación, de la partitocracia con el fascismo. Ambas son formas autoritarias de gobierno que surgen tras los retrocesos y derrotas del proletariado, en el subsiguiente proceso de masificación y desclasamiento que dará lugar a una nueva clase media conformista y aquiescente. Las dos nacionalizan bancos en ruina y tienen un momento “plebeyo” inicial que estipula el “derecho al trabajo” y al “bienestar”, bien apuntalando determinados sindicatos o bien creándolos ad hoc para usarlos como interlocutores, momento que finaliza tan pronto como la clase obrera es domesticada y disuelta. La conversión del proletariado en una infantería pasiva de los sindicatos institucionales, sin ninguna conciencia de clase ni deseo de transformación social, es fundamental para la puesta en marcha de contrarreformas laborales; después se pedirán esfuerzos depauperadores a las clases medias. Fascismo y partitocracia basan su éxito en someter los antagonismos sociales al mito del Estado, pero donde hay Estado, la libertad está supeditada a la Razón de Estado, o sea que no existe. Por eso la clase política ha de consolidar y conservar su status suprimiendo los fundamentos liberales que la habían hecho posible. Se empeña en que la sociedad civil proletarizada no se constituya al margen del sistema y le dispute espacios, pero bajo el fascismo, en tanto que defensa extremista de la economía, se recurre a la brutalización de la vida pública, mientras que bajo el sistema parlamentario de partidos, en tanto que defensa modernizante, se emplea de preferencia la seducción consumista y la corrupción. Las dos maneras son respuestas costosas a la crisis capitalista puesto que necesitan mantener una creciente población improductiva que lleve a cabo una renovación, una movilización y un trasvase de recursos fuera del alcance del Mercado. Pero el fascismo es una respuesta arcaica y dura, y la partitocracia, una respuesta más envolvente y racionalizada. Son maneras de organización política del gran capital, diferentes de los regímenes antiguamente llamados “bonapartistas” -haciendo referencia a la dictadura populista implantada en Francia tras una victoria electoral por Luis Napoleón, como el del mariscal Pétain, también en Francia, el del general Perón en Argentina o el chavismo. Partitocracia y fascismo poseen una base social concreta, la pequeña burguesía, los empleados y el proletariado desclasado en el segundo, y la clase media asalariada y los obreros sindicalmente amaestrados en el primero. La psicosis colectiva generada por la ausencia de ideales de clase, la desmoralización y el miedo a la crisis, hacen que dicha base crea en milagros, y se disponga a someterse, no sin patalear, a toda clase de medidas restrictivas. El desastre de la globalización hace que la dominación reclame una economía de guerra. Y aquí comienzan las diferencias: el fascismo se produce en un marco nacional, de ahí sus planes autárquicos, las empresas mixtas, los trabajos públicos como solución del paro y su nacionalismo expansionista. La partitocracia se desarrolla en un contexto neoliberal, por lo que su planificación nacional obedece las directrices económicas del capital internacional y su política exterior se supedita a la estrategia diplomático militar del gran Estado gendarme del capitalismo, los Estados Unidos de América. De ahí sus planes de infraestructuras, los consorcios mixtos de las metrópolis-empresa y el uso del “bienestar” como distribución discriminatoria de favores clientelares. Al contrario de lo que sucede con el fascismo, en la partitocracia la utilización del aparato burocrático con fines privados está descentralizada; ocurre en cualquier nivel de la administración y no solamente en las altas esferas ministeriales. La partitocracia no necesita estatizar ningún medio de producción, aunque sí puede darse el caso de intervenir en los medios financieros, pero siempre más en pro de los fondos de inversión internacionales que para salvar la empresa o la propiedad privada autóctona. Se mueve siempre en la esfera de intereses que superan a los estatales y locales, aunque no los anulen puesto que son los de su parroquia. Cierto es que se sirve del miedo como instrumento de gobierno, pero no para imponer una política de terror, sino una política de resignación. Para la partitocracia, los terroristas son los otros, sus enemigos violentos o tranquilos que intentan reconstruir la sociedad civil desde la disidencia, y se emplea a fondo con ellos, aunque en condiciones normales prefiera disolver los antagonismos de clase en lugar de criminalizarlos y aplastarlos, escogiendo la compra de líderes por cooptación al uso de la fuerza, y la tecnovigilancia al internamiento político. El fascismo no admite la excepción, mientras que la partitocracia tolera minorías hostiles con tal de que no se vuelvan problemáticas. La comunidad ilusoria definida por el fascismo de la que hay que formar parte por la fuerza es la de la raza o la nación que necesita un espacio vital, mientras que la comunidad partitocrática es la ciudadanía votante que completa sus necesidades espaciales con el turismo. Carece del gran problema de las dictaduras terroristas de partido único, que es la guerra contra las naciones vecinas. En virtud de los tratados internacionales que establecen la circulación libre de capitales, la expansión de la economía nacional no choca con aranceles ni barreras aduaneras, pudiéndose extender y hasta deslocalizar por el mundo sin necesidad de operaciones bélicas, salvo las exigidas por el control de las fuentes de energía. En consecuencia, las políticas “de defensa” de los sistemas partitocráticos no agotan las reservas nacionales en la fabricación de armamentos, ni condenan al hambre a la población sometida (como pasaba por ejemplo en la URSS y pasa hoy en Corea del Norte.) Tampoco la torturan con discursos y constantes manifestaciones de adhesión: la publicidad de la mercancía es más eficaz a la hora de la movilización que la ideología. Por eso los fascismos y totalitarismos han resultado fallidos casi siempre y se han desmoronado víctimas de sus insuperables contradicciones. Con frecuencia has sido sustituidos por regímenes partitocráticos más o menos imperfectos, es decir, más o menos mafiosos, según la presencia débil o fuerte de mecanismos reguladores, e inversamente, según la presencia fuerte o débil del personal del régimen anterior. Alemania, Suecia o el Reino Unido podrían ser ejemplos de partitocracias autorreguladas, y España, Italia o Rusia, de partitocracias corruptas. Tal reconversión se ha aprovechado de la derrota definitiva del proletariado revolucionario, nunca compensada con nuevos avances que reanimaran la discusión y el debate social e hicieran posible el retorno de un movimiento obrero radical e independiente. Podemos aceptar que la partitocracia no es fascismo, aunque se asemeje a él en algunos aspectos -sobre todo en la forma bipartidista- pero es más cierto que tampoco es democracia, ni siquiera “democracia enferma”: en ella no existe separación de poderes, ni debate público, ni control, ni mecanismos formadores de la opinión. Es un tipo moderno de oligarquía desarrollista que funciona bien sin crisis. Las partitocracias se ven cuestionadas por su base social debido a que su supeditación al sistema financiero la perjudica, pero no hasta el punto de apelar a procedimientos revolucionarios, ya que su iniciativa no va más allá de la reforma electoral, del control de la Banca y de la demanda de inversiones. Las clases medias descontentas no rechazan el sistema partitocrático, simplemente exigen unos partidos más acordes con sus intereses y un Estado más keynesiano que solucione el problema del paro y del crédito; por consiguiente, sus armas siguen siendo la recogida de firmas, las movilizaciones por delegación, pacíficas y espaciadas, los votos y los recursos ante los tribunales. Así pues, las clases medias (entre las que cabría el proletariado inconsciente, disperso y desmoralizado) no persiguen un enfrentamiento con las instituciones partitocráticas, sino una mayor apertura de las mismas a un frente de terceros partidos y asociaciones. Una bautizada “democracia participativa.” Quieren estar correctamente representadas en el régimen, por lo que mojarán la pólvora para que no explote. No obstante, cuando las instituciones dejan de funcionar por un exceso de endeudamiento, fruto de la corrupción o de una simple mala gestión prolongada, se produce esa circunstancial desafeccción que, al aislar a la clase política –la cual, no lo olvidemos, incluye a la burocracia obrera- obliga la partitocracia a endurecerse aproximándola al fascismo, y más con el temor que inspira una verdadera oposición “antisistema”. Pero su instinto de supervivencia hace que no apacigüe el descontento limitándose a la legislación punitiva y las fuerzas antidisturbios, y haga leña de cualquier madera: los partidos y sindicatos alternativos, las coaliciones electorales y las plataformas cívicas, los movimientos sociales y vecinales. Así, uno se duerme en una asamblea de “indignados” y se despierta votando a Izquierda Unida o a Los Verdes. Y mientras tanto, la clase política, el verdadero Partido del Estado, salva su modus vivendi, o como ella lo llama, la “gobernabilidad”, gracias a una complicación pasajera del mapa político y unas puertas entreabiertas a la participación “transversal”. La partitocracia se consolidó por el apoyo de las clases medias, que gustan de autodenominarse “ciudadanía”, pero no se corresponde con el gobierno de dichas clases; es, por el contrario, el gobierno absoluto del capital globalizado. Al estar demasiado fragmentadas, las clases medias son incapaces de una política independiente y, tanto en épocas de bonanza como en épocas de crisis, se acomodan con las políticas desarrollistas que marcan los dirigentes de la alta burguesía ejecutiva. Pero algo han de decir cuando sus intereses son echados por la borda. La protesta ciudadana, de la que el izquierdismo vanguardista no es más que una versión arcaizante, es su manera de manifestar el desencanto con los “políticos” y los parlamentos. Que no espere nadie ver transformarse las reivindicaciones “democráticas” consabidas en reivindicaciones socialistas. Que tampoco nadie espere encontrar en las propuestas ecologistas una defensa del territorio. No se piden más que reformas; sin embargo, la partitocracia no puede reformarse, sólo cabe derribarla, y eso es precisamente a lo que las clases medias no se atreven. No está en su naturaleza. Si se concentraran fuerzas históricas suficientes para destruirla, es decir, si se profundizara la crisis social hasta la ruptura, una parte de la clase media las seguiría, mientras que la otra abrazaría la dictadura o el fascismo y, entonces, el comunismo o socialismo revolucionario se jugaría a doble o nada. Por desgracia, como lo demuestra la ausencia de mecanismos populares de autoorganización, esas fuerzas no existen. Cualquier análisis serio de la partitocracia debe tener en cuenta las relaciones entre la clase dominante, incluida la clase política, las clases medias y los movimientos contrarios al sistema. La clase dirigente debe asegurar la conexión con las clases medias mediante el Partido del Estado, neutralizando cualquier oposición resuelta que se forme directamente desde la contestación social. Si ello no sucediera y las protestas se convirtieran en revueltas, la clase dominante abandonaría los métodos pacíficos y conservadores en pro de tácticas propias de la guerra civil, acallándose los lamentos ciudadanistas y transformándose la clase política en partido unificado del orden. Cuando la clase dominante entra en conflicto con la democracia parlamentaria formal tratará de salir mediante leyes de excepción y estados de sitio encubiertos, como ha venido haciendo hasta ahora. Esa es la verdadera función de la clase política y la burocracia obrerista en momentos de crisis aguda. La clase política o Partido del Estado está para hacer innecesario el siempre arriesgado recurso al golpe militar o al fascismo, pues ella ha de bastarse y sobrarse para hacer de gendarme del capital mundial manteniendo las mínimas apariencias de legitimidad parlamentaria. Conviene repetir que las clases medias no constituyen exactamente una clase, sino un agregado variopinto de fragmentos sociales, maleable y versátil, por lo que están condenadas a seguir siendo hasta el fin una herramienta del capitalismo. No pueden escapar a las alianzas de emergencia con la clase dominante, puesto que necesitan una “dirección” y no hay otra clase capaz de dársela. Por otra parte, las clases medias temen más a la anarquía popular, a la violencia de masas, al anticapitalismo o al desmantelamiento del Estado, que a los impuestos, a los recortes o a las privatizaciones. Están irritadas con los políticos, con el parlamento y con el gobierno, pero todavía creen en los jueces, en la prensa, en los funcionarios y las ONGs, en la sanidad y la enseñanza públicas, en la ciencia y el progreso. Están sentadas sobre dos sillas inestables, pero ante una alternativa demasiado pronunciada se aferrarán a los tópicos ciudadanistas del orden antes que aventurarse por los inciertos caminos de la revolución social. No será así en todos los casos, pero sí en la mayoría. Al menos en un principio, cuando la clase dominante y el sistema partitocrático tengan las de ganar. Su papel histórico es subalterno, nunca determinante. El sujeto subversivo no surgirá de ellas, ni encontrará en ellas sus ilusiones y su ser. Hemos apuntado la posibilidad de que de la plena descomposición del capitalismo pueda emerger una clase “peligrosa” dispuesta a cambiar la sociedad de arriba abajo y a eliminar el régimen político imperante. Esta clase negativa habrá de rechazar la ideología ciudadanista tanto como la política profesional mistificadora que hacen los partidos, pues su condición de existencia impone una estrategia disolvente y un proceder independiente e igualitario. Si eso llega a suceder, la cuestión de la clase media se resolverá por sí sola. Es muy difícil pensar estratégicamente después de una serie de derrotas decisivas. Los nuevos rebeldes persisten en ignorar la derrota de sus predecesores, pues cuanto mayor ha sido la destrucción del medio obrero y el progreso de la domesticación, mayor es la desorientación y la impotencia en vislumbrar una nueva perspectiva. La historia social registra un gran número de derrotas suplementarias como resultado de una mala evaluación de la derrota principal, en este caso la del proletariado en los sesenta y setenta, empeorada con los intentos de ocultarla o de ignorarla. Tampoco parece que influyan las transformaciones del capitalismo provocadas por la globalización, la crisis energética o la urbanización generalizada. En la guerra social este tipo de comportamiento lleva a la aniquilación de fuerzas, al compromiso efímero y al sectarismo vanguardista y aventurero. Resulta paradójico que quienes más partidarios son de una memoria histórica completa sean los más desmemoriados. Y que quienes se autodenominan la pesadilla del poder no sean más que la facción indisciplinada y extremista de las clases medias en ebullición. A lo largo de la historia las crisis sociales han conducido a situaciones explosivas, pero en una atmósfera de confusión y en ausencia de una conciencia clara, las crisis solamente agravan el proceso de descomposición. La mentalidad nihilista y el oportunismo ocupan el lugar de la conciencia de clase, trabajando contra la formación de un sujeto revolucionario, y fomentando subsidiariamente en las masas oprimidas sentimientos de frustración y de indiferencia. En los medios superficialmente contestatarios faltan análisis serios que destapen las raíces de la cuestión social. El atroz contraste con la realidad tozuda y triste de los ridículos tacticismos obreristas e insurreccionalistas, por no hablar de los todavía más penosos montajes lúdicos o estéticos, induce a la pasividad, no a la radicalización. No puede haber radicalización sin toma de conciencia, y no hay toma que valga si no se ha evaluado críticamente el pasado. Solamente con buenas intenciones, rabia y escenografías no se va a ninguna parte. Desgraciadamente estamos en los comienzos de una revisión crítica. El capitalismo continúa venciendo sin encontrar demasiada resistencia. Y el bando de los vencidos continúa sufriendo las consecuencias no asimiladas de sus derrotas.

18 de enero de 2013

La Ideología en Llamas - (Tomado de Hommodolars)

“Me dejó enterrada la pluma sobre el pecho, mire como sangra la tinta, mire como no hay coágulo de meses, que la detenga” (Anorak Emutiaa) El efecto Vilcún. El 4 de enero, quemaron vivos al matrimonio de terratenientes, Luschinger y Mackoy, al interior de su casa. Lo más perturbador de todo el asunto, ha sido algunas reacciones. Lo expuesto por los sectores de la derecha, no sorprende. Terrorismo, estado de derecho, castigos, antisociales, mano dura, más policías, menos suavidad, etcétera. Desde sectores progresistas, algunas opiniones sobre el asunto, parecen alarmantes, alarmantemente tristes. Gente celebrando, prácticamente a saltos sobre los sillones. Aplaudiendo lo ocurrido. Esbozando mil y un argumento de lo justificado de la quema de la anciana pareja. Existen sobrados fundamentos, de los abusos que cometió en vida, el latifundista, como para hacerlo merecedor de alguna sanción o castigo. Pero, debe haber un límite. Sino ponemos nosotros los límites, ¿entonces quién, quiénes? ¿Los fascistas, los nazis? En el capitalismo, el valor de una persona es variable. Por ejemplo, la vida de un Mapuche, vale poco o nada. La de un empresario una vida y más. ¿Cómo planteamos nosotros el enunciado desde nuestro lado? ¿Qué vida vale más? No es necesario ahondar en los motivos por los cuales la derecha actúa como actúa. En el caso de personas con ideales sociales, ¿Qué mueve el engranaje de sus acciones? ¿Qué diferencia hay con los capitalistas? Se supone que quitarle la vida a alguien, es, debe ser algo doloroso. Que eventos aberrantes, hagan que bajemos un peldaño hacia esa dirección, nos debe conmover. Aterrar tener que llegar a esos extremos. Intentando imponer nuestra justicia, no venganza de sádicos disfrazados de causas, las que sean. Se supone que los cambios que publicitamos, son cambios a favor y el avance del desarrollo humano, no de la barbarie. Si llega la hora de tener que realizar algo, no haría mal recordar que lo cortés, no quita lo valiente. Mucho menos, mostrar misericordia. Aquello es dignidad, no debilidad. ¿Alegría? El incendio hizo que algunos imitaran excelentemente, el modo de reflexionar, de esos mismos, que los primeros repulsan. Alegres usando el mismo lenguaje displicente que la derecha usa cuando se trata de vidas. “Se lo merecía, fue un esclavista, un reaccionario” “Se lo merecía, fue un terrorista, un revolucionario” Medios a medias. Vinieron declaraciones que, parecieran ser un problema más de fondo que de forma. La pareja murió quemada o baleada o ahorcada, eso es circunstancial. Varias publicaciones estamparon sendos párrafos de lo malo que fue Luschinger. ¿Para qué?, ¿con qué objetivo? ¿Fundamentar y predisponer con elementes externos el juicio (objetivo-subjetivo) del asunto? ¿Diferencias con el cuarto poder empresarial? Todos los puntos de vista fueron iguales, ante el suceso. Mostar e informar, no analizar, no debatir. El tipo era un explotador, invasor, malo. Entonces, ¿Quemarlo está bien merecido? En otros "destacados" medios de información, tal vez por mediocridad, cobardía, indecisión o simples censuradores de todo aquello que no cuadre con el marco-teórico-político, que ellos han fabricado, tampoco se mostró nada, no se informó nada distinto, que no fuera un artículo o nota del mismo rebaño que ellos pastorean* Ninguna de las anteriores. El auto-atentado asoma para algunos como opción. Pero, el gobierno ya tiene militarizada la zona, com miles de efectivos. Hasta ahora, este acto, no ha hecho que la derecha saque a los militares, a los aviadores, ni marinos, para que hagan frente a este movimiento. Ni el movimiento Mapuche, es tan grande como algunos lo pintan, ni la fuerza instalada tampoco. Los Mapuche no son una verdadera amenaza para el sistema, son una molestia, no una amenaza. La adherencia pasiva, la solidaridad para con ellos es significativa, pero la adherencia activa y ejecutante, no lo es. No hay 100 comunidades en armas, avanzando hacia la capital. Nos guste o no, nos duela o no. La Araucanía, no es Palestina, por mucho que algunos insistan. (Otra situación, cosmovisión, aliados, otra preparación, otra posición geográfica, etcétera) Lo que es bueno en un lado, no siempre lo es en todos. Mapa, cuestionario y brújula a la hora de trazar planos. El conflicto Mapuche, es sistemáticamente censurado, escondido y toma brío cuando los listos de arriba, lo pueden utilizar, con insípidas o vehemente declaraciones, para tapar otros conflictos igual o más importantes que este. Porque hay otros conflictos, créase. No se necesitan mayores excusas para fiscalizar duramente la tierra austral. Todas las quemas, las tomas, los ataques han bastado. La infiltración. ¿Se supone que el gobierno envió a 20 de sus mejores hombres, a asesinar a dos viejos pinochetistas, ejemplos clásicos del empresario triunfante? ¿Para qué? ¿Para movilizar tropas, para convocar y aplicar la ley anti-terrorista? Ya lo había hecho antes, por menos, sin necesidad de montajes. Esto no es Afganistán. Está claro que sí esta sería la opción a seguir. Los infiltrados tienen que ser de primer nivel. Manejarse en forma más que básica en el idioma mapudungun, conocer sus costumbres, su cosmovisión, compartirla, comer piñón a diario por años. Ser ejemplo viviente y reluciente de lo que un Mapuche ejemplar es. Esto como mínimo, porque se supone que este infiltrado(s), propuso, manipuló, tergiversó a una cantidad importante de la etnia, como para encarrilarlos a realizar una acción como la descrita. O sea, no sé, pero sí esto es así, en menos de una semana, esos infiltrados entregaran a todo el mundo que pronunció palabra antes del ataque. Gentes, pertrechos, escondites, hachas, nombres, casas etcétera. ¿Ó se les dará la orden de quedarse callados, aunque se estén investigando los hechos? ¿Montajes y más montajes? ¿Seguir mancillando el nombre de los hombres de la tierra? Es posible que; Bajo la sombra del poder, uno de sus sirvientes oscuros haya exclamado: “Salid, quemad un par de ranchos más, necesitamos más excusas para reprimir a los rebeldes, lo de los viejos quemados es muy poco” Más de algún infiltrado o batracio de salario mensual, debe haber. Pero suena lejano aquello de que se las haya ingeniado para corromper a un grupo tan amplio. Lo otro sería que se necesita poco, donde hay un caldo de cultivo gigante para sazonar. Teoría del Grupo escindido. Este es el grupo, que debería tomar responsabilidad por el descalabro que ha montado. Pero no lo hará. Es un grupo débil y esta debilidad viene confirmada por el movimiento geopolítico, de un par de peones que movió, para el queme de nuevas casas en los sectores del incendio anterior, esto fue todo un mensaje: “No salimos debilitados, estamos operantes, nos movemos a nuestro antojo, aún con la tierra limitada. Atrajimos toda la atención hacia el conflicto ancestral. No estamos solos en esto, esto no es algo accidental, es sólo el inicio, somos docenas, miles. La revolución Mapuche está a la vuelta de la esquina, como la vuelta del Mesías”. Pero da toda la sensación que hay una separación entre el brazo y la mano. El grupo se mueve en franca tendencia hacia lo martiriológico, o al estrellato o al ridículo o al abandono. La Coordinadora Arauco Malleco, uno de los grupos más radicales, declara: “La actual arremetida represiva” orquestada desde el gobierno “aprovecha las acciones erráticas cometidas por algunos grupos, ajenos a nuestra organización, que no se identifican. Como CAM, rechazamos, nuevamente, dichas acciones y aseguramos que ellas sólo sirven a los intereses del empresariado y del Gobierno que defiende sus intereses”. Aceptar un error, es para algunos, una muestra de debilidad, aceptar un error al interior de un grupo debe generar largas, largas discusiones, especialmente sí los egos son más importantes que la propia comunidad que dicen representar. Un debate debe ser siempre dentro de la comunidad, con actores distintos, no sólo hinchas de una sola opción. ¿Las críticas de dónde salen? Su silencio otorga, hasta ahora, aprobación para lo acontecido. Silencio un poco oportunista, porque al no reconocer el hecho, (Sea para deleitarse o disculparse) se esconde entre la masa y usa a toda la comunidad Mapuche como guarida, y esconde su proceder bajo el viejo truco de la conspiratividad y la seguridad de los elegidos, poniendo a todos contra el mismo paredón. Negación de la Negación. “Hay un psicópata suelto”. ¿Un asesino suelto dice usted? Permítame decirle que eso es un Fenómeno decadente occidental... en la Unión Soviética no hay asesinos en serie. (Citizen X) Todo lo que dice y hace el sistema está mal. Todo lo que decimos y hacemos nosotros está bien. Ellos actúan mal, nosotros actuamos bien. Si la tendencia es culpar a los demás ante nuestros actos, nos evitamos el cuestionarnos, el cambiar. Es más fácil culpabilizar a los demás de nuestros actos. Cuando el sistema dominante hace algo mal, es porque son malos en sí. Cuando nosotros hacemos algo malo es porque nos vimos forzados por la maldad de su maldad. Las reacciones ante el hecho fueron lentas. Pareciera, que se debe, a que no hay una reflexión con anterioridad, a situaciones como éstas. La vida o la muerte, ¿Qué entendemos por derechos humanos, por respeto, por decencia, por dignidad? ¿Hay un decálogo mínimo en el accionar, existe? ¿Todo se vale? ¿Todo? Las convenciones del derecho internacional que tanto citamos a favor de los Mapuche, también contiene, Los Convenios de Ginebra, documento que haría bien en hojear algunos.¿Qué haría este tipo de gente con un poco más de poder, de qué serían capaces? Creo que cuando nuestros líderes pierden todo principio, los seguidores empezamos a perderles el respeto. ¿Esta la miríada (legión) esnob intelectual humanoide, esperando que salga Salazar o Maturana a decir que esto se fue de madre, y por lo tanto, hay que replantearse un par de cosas? De padre comunista, de madre socialista, de tío mirista, todos buenos para las excusas y las justificaciones. Impropios e inoperantes para ofrecer disculpas. No es raro que los críos que tuvieron, salieran malazos para asumir sus errores. Andrés Bianque Squadracci. *Debería plantearse el tema de la censura que ejecutan algunos medios de izquierda. ¿Perdón? No, no compañero, esas cosas no existen en nuestro mundo ideal.

6 de enero de 2013

La aceptación del concepto de Poder como negación del anarquismo. (Segunda Parte)

Influenciado por la revolución darwinista y las teorías evolucionistas, Piotr Kropotkin tomará al poder desde un enfoque etnológico e histórico, estudiando las transformaciones en sus instituciones políticas y sociales. Para Kropotkin la evolución social presenta siempre una serie de instituciones comunales, de relaciones solidarias, libres e igualitarias, contrapuestas a otras instituciones externas a la sociedad, de pretensiones elitistas, autoritarias, explotadoras y opresivas, cuyo paradigma moderno es el Estado. Como bien señala Nisbet (p. 155), en Kropotkin es perfectamente apreciable el contraste entre autoridad social y poder (autoridad política). En su obra magna El Apoyo Mutuo expone que, la comuna aldeana obraba como la principal herramienta que permitía a los campesinos sobrevivir a la naturaleza hostil mediante los lazos solidarios internos, sino también enfrentar a aquellos sectores que pretendían alzarse sobre la mayoría para reforzar su autoridad e imponer su voluntad. Dentro de la comuna aldeana operaban mecanismos para imponer las relaciones solidarias sobre las relaciones de depredación y autoritarismo (estas observaciones serían confirmadas por investigaciones etnológicas posteriores, en especial por autores como Marcel Mauss, Marshall Sahlins, Richard Lee, Marvin Harris y Pierre Clastres). El habitante de las comunas bárbaras “se sometía a una serie entera y completa de instituciones, imbuidas de cuidadosas consideraciones sobre qué puede ser útil o nocivo para su tribu o su confederación; y las instituciones de este género fueron transmitidas religiosamente de generación en generación en versos y cantos, en proverbios y tríades, en sentencias e instrucciones.” Las riñas, peleas, disputas y conflictos eran arbitrados por prestigiosos miembros de la comuna, donde se procuraba una reparación de la ofensa y una disculpa, basados en un derecho consuetudinario local. Las disputas entre miembros de la aldea eran de interés comunal, y cuando no se resolvían en la esfera privada, se lo hacía públicamente; este comportamiento tenía la función de restaurar el equilibrio roto por el conflicto: “aparte de su autoridad moral, la asamblea comunal no tenía ninguna otra fuerza para hacer cumplir su sentencia. La única amenaza posible era declarar al rebelde, proscrito, fuera de la ley.” Pero el ir contra el derecho común era inimaginable debido al peso moral de la autoridad comunal, por lo que rara vez se expulsaba a un miembro de una comunidad. Señala Kropotkin que era tan marcada la influencia moral de las comunas aldeanas, que durante la época feudal conservaron la autoridad jurídica sobre los señores, limitando su poder. Según sostenía Kropotkin, la acumulación de riquezas en manos de una minoría fue el primer paso al surgimiento del poder: “Detrás de las riquezas sigue siempre el poder. Pero, sin embargo, cuanto más penetramos en la vida de aquellos tiempos -siglo sexto y séptimo- tanto más nos convencemos de que para el establecimiento del poder de la minoría se requería, además de la riqueza y de la fuerza militar, todavía un elemento. Este elemento fue la ley y el derecho, el deseo de las masas de mantener la paz y establecer lo que consideraban justicia; y este deseo dio a los caudillos de las mesnadas, a los knyazi, príncipes, reyes, etc., la fuerza que adquirieron dos o tres siglos después. La misma idea de la justicia, nacida en el período tribal, pero concebida ahora como la compensación debida por la ofensa causada, pasó como un hilo rojo a través de la historia de todas las instituciones siguientes; y en medida considerablemente mayor que las causas militares o económicas, sirvió de base sobre la cual se desarrolló la autoridad de los reyes y de los señores feudales.” Entonces el poder político surge contra la autoridad social de la comuna y finalmente se impone sobre ella, no tanto por medio de la coerción sino burocratizando y cristalizando las formas antiguas del derecho consuetudinario comunal. Las fuerzas que antes operaban para mantener el equilibrio solidario se convertirían en fuerzas para mantener el orden autoritario recién creado. Esta transformación gradual no se dio de forma necesariamente violenta, ni por la imposición de la fuerza, sino más bien por el surgimiento de poderes definidos dentro de la aldea, siendo el poder jurídico quizás el más influyente. En su breve estudio El Estado, Kropotkin plantea –con escaso fundamento histórico y antropológico- que poco a poco el derecho comunal se especializó y fue siendo paulatinamente apropiado por algunas familias que se transformaron en especialistas, a los que acudían los aldeanos particulares e incluso las tribus, cuando necesitaban quien arbitre en un conflicto. “La autoridad del rey o del príncipe germina ya en estas familias, y cuando más estudio las instituciones de aquella época, más claro veo que el conocimiento de la ley rutinaria, de hábito, hizo mucho más para constituir esta autoridad que la fuerza de la guerra. El hombre se ha dejado esclavizar mejor por su deseo de castigar según la ley que por la conquista directa militar. Y así fue como surgió gradualmente la primera concentración de los poderes, la primera mutua seguridad para la dominación, la del juez y la del jefe militar, contra la comuna del pueblo. Un hombre sueña con estas dos funciones y se rodea de hombres armados para ejecutar las decisiones judiciales, se fortifica en su hogar, acumula en su familia las riquezas de la época - pan, ganado, hierro - y poco a poco impone su dominio a los campesinos de los alrededores. Y el sabio de la época, es decir, el hechicero o el sacerdote, no tardaron en prestarle apoyo y en compartir la dominación, o bien, añadiendo la lanza a su poder de mago, se sirvieron de ambos en provecho propio.” En este último párrafo de Kropotkin es claramente apreciable la influencia de Etienne de La Boetie, autor del célebre “Discurso sobre la servidumbre voluntaria”. La pregunta que se hacía el francés era por qué los hombres -habiendo nacido libres- se sometían a la autoridad voluntariamente, sin necesidad de mediar la coerción; y es precisamente Kropotkin quien intenta dar con la respuesta al estudiar el surgimiento del poder político y del Estado moderno. Como se puede apreciar, la noción de Poder que tenía Kropotkin era bastante más compleja que la identificación lisa y llana con coerción, tal como supone Beltrán Roca Martínez. Es necesario aclarar que el enfoque científico que intentó darle Kropotkin a sus investigaciones, con el desarrollo de la investigación etnográfica, la antropología cultural y la teoría social quedó obsoleto, precisamente por el carácter provisorio de todo estudio científico. Sin embargo, las ideas de Kropotkin influenciaron a otros autores posteriores como Alfred R. Radcliffe-Brown, Pitirim Sorokin y Ashley Montagu, entre otros, que profundizaron algunos de sus enfoques. Por otro lado, la visión de Kropotkin supo presentarse en los albores del siglo XX, como una refrescante alternativa al historicismo alemán de corte hegeliano, cuya expresión más célebre fue el actualmente naufragado materialismo histórico de Marx y Engels. El poder en la filosofía de Landauer “El Estado es una situación, una relación entre los hombres, es un modo de comportamiento de los hombres entre sí; y se le destruye estableciendo otras relaciones, comportándose con los demás de otro modo”. Lejos del historicismo y el sociologismo de Kropotkin, esta afirmación de Gustav Landauer muestra una perspectiva muy original sobre el poder, la autoridad y el Estado. Para Landauer el Estado es una relación, donde se impone la coerción, y que se opone a otro tipo de relación, que denomina pueblo, donde la asociación voluntaria, solidaria y descentralizada son la regla. Esta última existe de hecho en todas las sociedades, es la forma de asociación natural que une a los hombres y mujeres, pero que no ha conformado todavía una federación u organización superior, “un organismo de innumerables órganos y miembros”, donde reside el espíritu del socialismo. Para Landauer el socialismo no es algo nuevo, sino algo que ya existía anteriormente dentro de la comunidad, sometida y soterrada por el Estado y en contra del Estado. Esta forma de relación del pueblo convive con la forma de relación Estado, aunque por fuera y aparte de ésta. Según esta interpretación, el socialismo es siempre posible, en todo momento histórico y espacio geográfico, siempre que los hombres así lo deseen y lo realicen; o igualmente imposible, si los hombres no lo quieren. Esta relación antagónica entre Estado y comunidad, según sostiene Martin Buber , no se trata de la alternativa Estado o no-Estado: “Si el Estado es una relación que, en realidad, sólo se destruye al establecer otra, se destruye precisamente con cada paso hacia la nueva relación.” La base del Estado (la coacción legal) es la incapacidad de los hombres para unirse voluntariamente en un orden justo. Pero el alcance del Estado sobrepasa esta base coactiva y constituye un plus-Estado, que se perpetúa en el tiempo y se niega a reducirse aún cuando aumente la capacidad de un orden voluntario de las personas. El poder acumulado por el Estado no se retira si no es obligado a hacerlo; pierde su base racional original que se justificaba en la incapacidad de la sociedad de sostener un orden voluntario justo y se convierte en poder puro, el poder por el poder mismo, donde lo muerto domina a lo vivo. El avance y el crecimiento de las comunidades (y las personas), con las uniones y federaciones de éstas renuevan la estructura orgánica de la sociedad, suplantando y destruyendo al Estado. La coexistencia de la sociedad y el Estado no implica la aceptación del reformismo o el gradualismo hacia la consecución del socialismo, sino una dialéctica donde cada paso constructivo hacia la anarquía es un paso hacia la destrucción del Estado. Según argumenta Buber, tanto para Landauer como para Proudhon “una asociación sin espíritu comunitario suficiente, suficientemente vital, no sustituye al Estado por la sociedad, sino que lleva en sí misma al Estado, y lo que hace no puede ser otra cosa que Estado, o sea: política de poder y expansionismo, sostenidos por una burocracia.” Para Landauer no hay que esperar a que llegue la revolución para realizar la finalidad de la Anarquía; más bien, la Anarquía y el Socialismo se hacen sobre la marcha, son medio y fin al mismo tiempo. Como dijimos, la perspectiva de Landauer toma al Estado como una forma de relación entre los hombres, es decir, una sociedad estatal está conformada por relaciones de poder entre sus miembros, de dominación, que se expresa en varias facetas al mismo tiempo: relaciones de poder político, religiosos, cultural, económico, etc. Landauer consideraba la sociedad medioeval como predominantemente autónoma, donde se entrelazaban los diversos grupos y comunidades sin conformar un poder político centralizado. “En contraposición al principio del centralismo y del poder político, que hace su entrada allí donde ha desaparecido el espíritu comunitario, (…) la Edad Cristiana representa un grado de civilización en el que coexisten, una al lado de la otra, múltiples estructuras sociales especificas, que están impregnadas pos un espíritu unificador y encarnan una colectividad de muchas autonomías libremente vinculadas.” Esta situación cambiaría radicalmente durante el Renacimiento y surgimiento del absolutismo europeo, precursores del Estado-Nación moderno, el nacionalismo y el capitalismo. Precisamente, si el poder del Estado está vinculado a lo absoluto, el socialismo estará alejado de lo absoluto. En este sentido, el socialismo es la creación continua de comunidad dentro de la familia humana (Buber, pg. 81). Y en contraposición, el poder político es la creación continua de Estado en la sociedad humana. Lejos de postular la creación de un poder popular para alcanzar la Anarquía, Landauer propugnará la creación de relaciones comunitarias con ese mismo fin. Rocker: el Poder contra la Cultura Contemporáneo de Landauer y bastante más prolífico, Rudolf Rocker desarrolló una teoría general del poder en su obra Nacionalismo y Cultura, escrita pocos años antes del inicio de la Segunda Guerra Mundial. Para Rocker los conceptos de nacionalismo y poder eran antagónicos con el concepto de cultura. Cuando el poder aumenta y se expande, disminuye la cultura, y por el contrario, cuando la cultura se amplía y desarrolla, el poder tiende a disminuir a su mínima expresión. La forma en la que el poder político se expresa más acabadamente en la sociedad moderna es el Estado, el cual se impone sobre la sociedad. Para desarrollar su argumentación Rocker hace un recorrido por la Historia humana, desarrollando esta tensión entre la cultura (que es producto de la sociedad y es el medio que asegura al hombre su subsistencia material, su desarrollo intelectual y artístico) y el poder (tanto el poder político, cuya expresión moderna son el nacionalismo y la burocracia, como sus antecesores de tipo religioso y económico, que están concentrados en una minoría). Para Rocker, el crecimiento firme del poder de la burocracia política, que dominaba y vigilaba la vida de las personas, había liquidado la cooperación voluntaria y la libertad individual dentro de la sociedad, implementando la “tiranía del Estado totalitario contra la cultura.” El auge del fascismo y el estalinismo, que estaban en su cenit en el tiempo en que Rocker escribió su obra y constituían su gran preocupación, llevaron al autor a intentar explicar esta nueva expresión política que parecía aplastar todo aquello que se le oponía. Así describía a esta nueva “religión política” moderna: “Lo mismo que la teología de los diversos sistemas religiosos aseguraba que Dios lo era todo y el hombre nada, así esta moderna teología política considera que la nación lo es todo y el ciudadano nada. Y lo mismo que tras la voluntad divina estuvo siempre oculta la voluntad de minorías privilegiadas, así hoy se oculta siempre tras la voluntad de la nación el interés egoísta de los que se sienten llamados a interpretar esa voluntad a su manera y a imponerla al pueblo por medio de la fuerza.” Esta “voluntad de minorías privilegiadas” a que hace mención Rocker, que no es otra cosa que la voluntad de poder, tiene un papel preponderante en su tesis, tanto es así que en el primer capítulo de Nacionalismo y Cultura asume que “cuanto más hondamente se examinan las influencias políticas en la Historia, tanto más se llega a la convicción de que la voluntad de poder ha sido, hasta ahora, uno de los estímulos más vigorosos en el desenvolvimiento de las formas de la sociedad humana.” Con esta afirmación Rocker apuntaba directamente a las tesis del materialismo histórico, que postulaba una suerte de determinismo de las estructuras y condiciones económicas sobre los acontecimientos políticos y sociales. Sin negar que la economía tiene un papel importante en la causalidad de los hechos sociales, Rocker postulaba que “la voluntad de poder, que parte siempre de individuos o de pequeñas minorías de la sociedad, es en general una de las fuerzas motrices más importantes en la Historia, muy poco valorada hasta aquí en su alcance, aunque a menudo tuvo una influencia decisiva en la formación de la vida económica y social entera.” El estudio de la evolución social y la historia –sostiene Rocker- nos revela que en todas las épocas “se encuentran frente a frente dos poderes en lucha permanente, franca o simulada, debido a su diversidad esencial interna, a las formas típicas de actuación y a los efectos prácticos resultantes de esa diversidad. Se habla aquí del elemento político y del factor económico en la historia, los que también podrían denominarse elemento estatal y factor social en la evolución histórica. Los conceptos de lo político y de lo económico se han interpretado en este caso demasiado estrechamente, pues toda política tiene su raíz, en última instancia, en la concepción religiosa de los hombres, mientras que todo lo económico es de naturaleza cultural y se halla, por eso, en el más íntimo contacto con todas las fuerzas creadoras de la vida social; generalmente se podría hablar de una oposición interna entre religión y cultura.” Así como lo expone Rocker, dos pares antagónicos de fuerzas se encuentran en tensión y oposición: por un lado el poder, la política y la religión, encarnados en grupos minoritarios que imponen su dominación sobre las mayorías a través de instituciones como la Iglesia y el Estado; y por el otro la economía y la cultura de las mayorías que integran la sociedad. Pero la religión será la piedra angular, el basamento sobre el cual la evolución social derivará en el surgimiento del poder político ya que en todos los sistemas religiosos se reflejó “la condición de dependencia del hombre ante un poder superior al que dio vida su propia fuerza imaginativa y del cual se convirtió luego en un esclavo”. La religión hizo al hombre (su creador) el esclavo de su creación (las deidades sobrenaturales), de la misma forma que posteriormente haría con el poder político y el Estado, que eventualmente ocuparán el lugar de divinidad suprema. El autor lo expresará sin rodeos ni sutilezas: “la religión estuvo confundida ya desde sus primeros comienzos precarios, del modo más íntimo, con la noción del poder, de la superioridad sobrenatural, de la coacción sobre los creyentes, en una palabra, con la dominación.” Esta realidad se vería expresada claramente en la pretensión de los representantes del principio de autoridad de ser la encarnación del poder de Dios, de su origen divino. Sin embargo, Rocker reconoce la importancia de los intereses económicos en las políticas de dominación de los grupos humanos desde los tiempos primitivos: el deseo de apropiarse de los recursos de otro grupo humano, de su territorio, sus riquezas o sus mujeres. El sometimiento de una tribu por otra convertía a los vencidos en tributarios de una casta privilegiada. No entraremos en detalles sobre esta argumentación que se basaba en fuentes poco confiables y en investigaciones de una etnología neófita e inexperta. Para Rocker el comportamiento expansionista de las castas de poder era un comportamiento universal que se manifestaba a lo largo de toda la experiencia histórica y social: “está en la esencia de todo poder que sus usufructuarios aspiren continuamente a ensanchar la esfera de su influencia y a imponer su yugo a los pueblos más débiles. Así surgió, poco a poco, una casta especial para la cual la guerra y la dominación sobre los demás se convirtió en oficio. Pero ninguna dominación pudo, a la larga, apoyarse sólo en la violencia bruta. Esta puede ser, a lo sumo, el instrumento inmediato de la subyugación de los hombres, pero por sí sola, sin embargo, no puede nunca eternizar el poder de individuos o de toda una casta sobre grandes agrupaciones humanas. Por eso hace falta más, hace falta la creencia del hombre en la inevitabilidad del poder, la creencia en la misión divina de éste. Y tal creencia arraiga, en lo profundo de los sentimientos religiosos del hombre y gana en fuerza con la tradición.” En realidad la explicación de Rocker acerca del surgimiento del poder político/religioso es una lectura de los acontecimientos históricos muy influenciada por la experiencia capitalista y nacionalista contemporáneas. El expansionismo que le atribuye a los primitivos grupos tribales sobre grupos humanos más débiles, se asemeja convenientemente a la avidez sin límite de las clases burguesas que expolian a la clase obrera o al expansionismo de los Estados/Nación modernos y el Imperialismo sobre las etnias y comunidades locales. Y en este punto Rocker vuelve a un tópico que caracteriza a casi toda la literatura anarquista y que tiene su antecedente en Etienne de la Boetie: la aceptación de la sumisión voluntaria por parte de los dominados. Para Rocker esta sumisión no se impone por la violencia física exclusivamente, sino que tiene como ingrediente principal la identidad divina de la autoridad, “por eso el propósito principal de toda política, hasta aquí, fue despertar esa creencia en el pueblo y afianzarla psicológicamente. (…) Es siempre el principio del poder, que hicieron valer ante los hombres los representantes de la autoridad celeste y terrenal, y es siempre el sentimiento religioso de la dependencia lo que obliga a las masas a la obediencia. El soberano del Estado no se venera ya en los templos públicos como divinidad, pero dice con Luis XIV: ¡El Estado soy yo! El Estado es la providencia terrestre que vigila a los hombres y conduce sus pasos para que no se aparten del camino recto. Por eso el representante de la soberanía estatal es el supremo sacerdote del poder, que encuentra su expresión en la política, como la encuentra la veneración divina en la religión.” La sumisión voluntaria al poder del Estado sería entonces la consecuencia de la legitimación del poder político por medio de la religión. Otro asunto que tratará Rocker en su obra será la unicidad del poder, es decir, su pretensión y “deseo de ser único, pues, según su esencia, se siente absoluto y se opone a toda barrera que le recuerde las limitaciones de su influencia. El poder es la conciencia de la autoridad en acción; no puede, como Dios, soportar ninguna otra divinidad junto a sí.” Esta característica de las estructuras de poder se manifiesta en una lucha por la hegemonía entre los diversos grupos de poder. En el fundamento de todo poder se halla esta simiente que aspira a someter todo movimiento social a una voluntad central y única, personificada a veces en la figura de un monarca, de un partido o de un representante elegido constitucionalmente. La unidad del poder se expresa a través del respeto a los símbolos que legitiman la autoridad política desde el sentimiento religioso. Las instituciones de Estado, Nación, Partido y/o Religión se funden en un poder único que se expande y ensancha a costa de otros grupos de poder (grupos que no obstante ser más endebles, ocultan también una voluntad de dominio universal latente): “El sueño de erigir un imperio universal no es sólo un fenómeno de la historia antigua; es el resultado lógico de toda actividad del poder y no está ligado a determinado periodo.” La visión del poder que expuso Rocker estaba muy a tono con la sociología de su tiempo; el poder era estudiado como una estructura, no como una relación (como planteará Foucault décadas más tarde), y en sus argumentaciones se pueden encontrar esbozadas ideas de autores tan disímiles como Weber, Marx o Durkheim. Las tesis de Rocker sobre el poder se enmarcaban perfectamente en el contexto de la sociología de inicios del siglo XX. En esta línea, nuestro autor postulará que una de las primeras condiciones para la existencia de cualquier poder estriba en la división de la sociedad en clases, estamentos o castas superiores e inferiores. Estas estructuras de poder serán legitimadas por la religión, la tradición y los mitos, presentando esta situación de desigualdad como ineludible, fatal y necesaria, como parte de un orden social natural. En las sociedades donde existen grupos de poder organizados políticamente, éstos se apropian de los productos culturales, económicos y simbólicos que la sociedad crea para su reproducción vital. Observando esta situación de desigualdad que originan las estructuras de poder en las sociedades, Rocker desestima la existencia de cualquier facultad creadora del Poder: “la creencia en las supuestas capacidades creadoras del poder se basa en un cruel autoengaño, pues el poder como tal no crea nada y está completamente a merced de la actividad creadora de los súbditos para poder tan sólo existir. Nada es más engañoso que reconocer en el Estado el verdadero creador del proceso cultural, como ocurre casi siempre, por desgracia. Precisamente lo contrario es verdad: el Estado fue desde el comienzo la energía paralizadora que estuvo con manifiesta hostilidad frente al desarrollo de toda forma superior de cultura. Los Estados no crean ninguna cultura; en cambio sucumben a menudo a formas superiores de cultura. Poder y cultura, en el más profundo sentido, son contradicciones insuperables; la fuerza de la una va siempre mano a mano con la debilidad de la otra. Un poderoso aparato de Estado es el mayor obstáculo a todo desenvolvimiento cultural. Allí donde mueren los Estados o es restringido a un mínimo su poder, es donde mejor prospera la cultura.” La fuerza creadora reside en la cultura, “se crea a sí misma y surge espontáneamente de las necesidades de los seres humanos y de su cooperación social.” La cultura en sus más variados aspectos, ya sea el tecnológico, el artístico, el moral o el económico es originada por la sociedad, mientras que las instituciones políticas se apropian de este desarrollo para afianzar su poder y dominar la vida social. El poder político entra en inevitable contradicción con las fuerzas creadoras del proceso cultural, cuya naturaleza es multiforme y diversa, procurando uniformar, encarrilar, cristalizar y disciplinar dicho proceso creador. Pero la cultura se renueva y adapta constantemente por más que las fuerzas políticas intenten imponer su dominio y obstaculizar su evolución. El Estado, que siempre es infecundo, aprovecha esta fuerza creadora de la cultura para direccionarla en su beneficio y solo favorece a aquellos elementos de la cultura que favorecen la conservación de su poder. Por eso Rocker afirmará que es imposible hablar de una cultura de Estado, porque cultura y poder son fuerzas contradictorias y en pugna permanente: “Ya el hecho de que toda institución de dominio tiene siempre por base la voluntad de minorías privilegiadas, impuesta a los pueblos de arriba abajo por la astucia o la violencia brutal, mientras que en toda fase especial de la cultura sólo se expresa la obra anónima de la comunidad, es significativo de la contradicción interna que existe entre ambas. El poder procede siempre de individuos o de pequeños grupos de individuos; la cultura arraiga en la comunidad. (…) La cultura, en el más alto sentido, es como el instinto de reproducción, cuya manifestación conserva la vida de la especie. El individuo muere; la sociedad no. Los Estados sucumben; las culturas sólo cambian el escenario de su actividad y las formas de su expresión.” Pero aunque esta oposición entre cultura y poder sea tan manifiesta, Rocker reconoce que en ciertas áreas de la vida social existe un campo de acción común y de entendimiento entre ambas. De este modo, “cuanto más profundamente cae la acción cultural de los hombres en la órbita del poder, tanto más se pone de manifiesto una petrificación de sus formas, una paralización de su energía creadora, un amortiguamiento de su voluntad de realización. Por otra parte, la cultura social tanto más vigorosamente pasa por sobre todas las barreras políticas de dominio, cuanto menos es contenida en su desenvolvimiento natural por los medios políticos y religiosos de opresión. En este caso se eleva a la condición de peligro inmediato para la existencia misma del poder.” Esta área de contacto entre las estructuras de poder político y la estructura social cultural, es también un área de conflicto y lucha permanente. Como resultado de esta pugna entre dos tendencias contrapuestas, asoma paulatinamente las formas de relación jurídica que enmarcan “los límites de las atribuciones entre Estado y sociedad, entre política y economía, en una palabra, entre el poder y la cultura.” El derecho, los códigos civiles y penales, las leyes y Constituciones son la cristalización de este proceso de contienda entre el poder y la sociedad, y estas instituciones son el “paragolpe que debilita sus choques y preserva a la sociedad de un estado de continuas catástrofes.” Esta discordia entre la sociedad y el Estado es comparada por Rocker con las oscilaciones de un péndulo que se traslada entre dos polos: el de la autoridad y el de la libertad. El punto en que el péndulo se detiene en el polo de libertad, la sociedad se libera del Estado, la opresión y la explotación y se establece la Anarquía. El punto en que el péndulo se detiene en el polo de Autoridad, reina la desigualdad, y se paralizan las capacidades creadoras de la sociedad en beneficio de una minoría privilegiada y se instituye el Estado nacional, su burocracia administrativa el capitalismo. Dentro de este último Rocker incluye a la variante “capitalismo de Estado”, para aludir al socialismo autoritario leninista, porque ahoga todas las actividades sociales y las reemplaza por la actividad estatal. Las personas que caen bajo el dominio del Estado pierden su espíritu comunitario, su libertad, su capacidad creadora y su espontaneidad; es decir, se despersonalizan. Pero Rocker advierte que la malignidad del Poder es tan superlativa que inmola a sus propios agentes: “Esa es la maldición secreta de todo poder: no sólo resulta fatal para sus víctimas, sino también para sus propios representantes. El loco pensamiento de tener que vivir por algo que contradice todo sano sentimiento humano y que es insubstancial en sí, convierte poco a poco a los representantes del poder en máquinas inertes, después de obligar a todos los que dependen de su poderío al acatamiento mecánico de su voluntad.” En estas palabras finales tropezamos con una rudimentaria teoría sobre la alienación del Poder que lamentablemente el autor no profundizó, pero que constituye una muestra acabada de sus preocupaciones contemporáneas: la despersonalización que la burocracia y el totalitarismo (fascista y estalinista) producían en el cuerpo de la sociedad transformándola en una masa inerte, obediente y disciplinada. Reflexión final Durante el período que discurre entre 1830 a 1900 floreció la Edad de Oro de la sociología, según sostiene Robert Nisbet. Es precisamente durante ese tiempo que surgieron y tomaron fuerza las ideas anarquistas. Dentro de dicho contexto los anarquistas teorizaron sobre el Poder y el Estado –entre otras temáticas- con la profundidad y competencia intelectual acorde a su época. A diferencia del marxismo, los teóricos anarquistas no se ataron al pensamiento de una autoridad intelectual dominante, sino que atacaron el problema del Poder desde diversas perspectivas. Pero la diversidad de enfoques no debe hacernos pensar que estas perspectivas contenían propuestas que eran incoherentes o incompatibles entre sí. La oposición entre comunidad y Estado, o las de sociedad y política, se resumen en el par antagónico que forma la Anarquía contra el Poder, y se encuentra presente en todos los autores ácratas. Es que el anarquismo no tenía una visión caprichosa o infantil que equiparaba al Estado y al Poder, sino que diferenciaba a las formas de gobierno autoritario (estructuras políticas) como un producto del devenir histórico, mientras que el Poder era una cualidad y una característica inherente al ser humano, tanto como la solidaridad, la cooperación, el egoísmo o el altruismo. Entonces, si el Estado es producto de la evolución social, el Poder (o la voluntad de adquirirlo), en cambio, es una fuerza universal que está presente en todas las sociedades de forma latente o manifiesta, que se enfrenta a los sentimientos de solidaridad y fraternidad humanas. Si los anarquistas del presente pretendemos discutir seriamente sobre las mismas demandas que con brillantez trataron los grandes teóricos del anarquismo clásico, deberíamos dejar de lado presunciones como la de Roca Martínez, que ya citamos al comienzo de esta reseña. Desde nuestra perspectiva, todos los intentos de acomodar la noción de Poder para hacerla compatible con el anarquismo han sido estériles. La idea de un “poder popular” es tan falaz como la creencia en que los anarquistas clásicos desestimaban toda discusión sobre el poder porque era intrínsecamente malo o porque tenían una idea del poder como simple dominación o coerción. La perspectiva que presentaba al poder como dominación, sin embargo, ha sido una de las grandes líneas de pensamiento de la sociología, y su principal exponente fue Max Weber, tal vez el más grande sociólogo de la historia. Por lo tanto, la visión de los anarquistas acerca del poder no solo era coherente con el contexto en que se desarrollaron las ideas libertarias, sino que incluso era precursora de las ciencias sociales que se estaban fundando desde mediados del siglo XIX hasta las primeras décadas del siglo XX. Muchas de las intuiciones de los teóricos anarquistas sobre el poder político serán tratadas por Max Weber de forma más metódica y científica. Ahora intentaremos ilustrar esta última imagen. La idea de Bakunin de que el poder no puede “soportar un superior o un igual, pues el poder no tiene otro objeto que la dominación; (…) ningún poder tolera a otro más que cuando está obligado a ello;” o que “la conquista no sólo es el origen, es también el fin supremo de todos los Estados grandes o pequeños, poderosos o débiles, despóticos o liberales, monárquicos o aristocráticos, democráticos y socialistas”, son ideas perfectamente compatibles con el punto de vista weberiano: “Todas las estructuras políticas emplean la fuerza, pero difieren en el modo y la medida en que la usan o amenazan usarla contra otras organizaciones políticas. (…) No todas las estructuras políticas son igualmente expansivas (…) como estructura de poder, varían en el grado en que están orientadas hacia el exterior”. También la idea de una búsqueda de poder encarnada en ciertos grupos dominantes que esgrimía Rocker, tiene su correlato en Weber: “la búsqueda de prestigio es propia de todas las estructuras de poder específicas, y por tanto, de todas las estructuras políticas. (…) En la práctica, el prestigio del poder como tal equivale a la gloria del poder ejercido sobre otras comunidades; equivale a una expansión del poder, si bien no siempre por vías de anexión o sumisión. Las grandes comunidades políticas son los exponentes naturales de estas pretensiones de prestigio.” También Weber describió las fuertes relaciones entre las diferencias de clase y las estructuras de poder, la acción de los partidos orientada casi exclusivamente hacia la adquisición de poder, a influir sobre las acciones comunales o materializar un determinado programa político. También la teoría del poder de Weber tiene un grado de universalidad y de aplicación general coincidente con la mayoría de las teorizaciones anarquistas, y esto se debe en gran parte a que lo que entiende Weber (un burgués insospechado de simpatizar con el anarquismo) por “poder” no difiere mucho de las postulaciones del anarquismo clásico: “entendemos por poder la posibilidad de que una persona o un número de personas realicen su propia voluntad en una acción comunal, incluso contra la resistencia de otros que participan en la acción”. Igualmente podríamos agregar que su definición del Estado como la institución que detenta el monopolio de la fuerza en la sociedad, a pesar de su evidente estrechez, podría ser suscripta por buena parte de los anarquistas. Que hayamos mostrado algunas coincidencias entre la sociología weberiana sobre el poder y el pensamiento anarquista no debería hacernos creer que no se podrían encontrar puntos de contacto con otros autores decimonónicos como Marx, Tonnies o Durkheim. Tomamos las coincidencias con Weber en lo que respecta a su teoría sobre el poder para demostrar que las ideas de los anarquistas clásicos sobre el poder no se correspondían en absoluto con la limitada caracterización que urdió Roca Martínez. El problema del poder no fue algo que esquivaran los anarquistas por temor a contaminarse, sino que lo abordaron de forma coherente, racional y acorde con su pensamiento; ha sido esta visión tan particular sobre el poder la que ha caracterizado a los anarquistas y los ha diferenciado del resto de las corrientes ideológicas. Finalmente, solo nos queda expresar que si los teóricos del “Poder Popular”, se empecinan en argumentar aplicando la ley del mínimo esfuerzo, tal como Roca Martínez hizo para caracterizar al anarquismo clásico, difícilmente sus ideas puedan ser aceptadas por el resto del movimiento libertario. Porque en verdad habría que pergeñar malabares argumentativos para llegar a compatibilizar significados tan opuestos como Anarquía y Poder, y aceptar aquello que desde nuestro punto de vista es absurdo e incoherente. A no ser que los anarquistas renunciemos a la sana costumbre de negarnos a pensar desde el punto de vista de los que detentan el Poder. Bibliografía: Bobbio, Norberto y Bovero, Michelangelo, Origen y fundamentos del poder político, México, Grijalbo, 1985. Nisbet, Robert, La formación del pensamiento sociológico, Amorrortu, Buenos Aires, 1977. Cappelletti, Ángel, Bakunin y el Socialismo Libertario, México, 1986. Buber, Martín, Los caminos de Utopía, FCE, México, 1987. - Rocker, Rudolf, Nacionalismo y Cultura, Tupac, Buenos Aires, 1942. - Landauer, Gustav, La Revolución, Tusquets Editores, Barcelona, 1977. - Kropotkin, Piotr, El apoyo mutuo, Ediciones Madre Tierra, Madrid, 1989. - El Estado y su papel histórico, Fundación Anselmo Lorenzo, Madrid, 1995, Weber, Max, Ensayos de Sociología contemporánea, Barcelona, Planeta Agostini, 1985.

17 de diciembre de 2012

Primitivismo, Antidesarrollismo y Progreso Social

Ted Kaczynski relataba en su breve texto titulado “el buque de los necios” que resulta ser una parábola hacia la evolución de las sociedades capitalistas, en este caso representado por un buque, guiados por un capitán y sus oficiales tan orgullosos de sí, hacia el norte con una tripulación que se aquejaban continuamente del frío sin darse cuenta de que conforme se van acercando al polo norte, cada vez había más icebergs en los mares y cuando los viajeros se dieron cuenta ya era demasiado tarde. Si sustituimos el barco por la sociedad y el desarrollismo por el orgullo del capitán y los oficiales, podemos extraer el mensaje que tratan de comunicarnos y es que la civilización, tal y como la conocemos, acabará derrumbándose. El desarrollismo ha sido presentado como el progreso de la humanidad y el objetivo a la que está encaminada, convirtiéndose en un dogma incuestionable hoy día. No obstante, se está desarrollando a la vez una mentalidad crítica hacia este desarrollo desenfrenado y aquí nos pararemos a analizar estas cuestiones relacionadas con el progreso social (aclararé este concepto más adelante en este texto) y qué direcciones tomarán las sociedades humanas. Desde el primitivismo anarquista han formulado que desde que el ser humano pasó de cazador-recolector a practicar la agricultura y a formar asentamientos humanos, se han empezado a crear autoritarismos y jerarquías, que junto con el avance tecnológico se está destruyendo la naturaleza, haciéndonos seres dependientes de ella, lo cual supone cortar los vínculos del ser humano con la Madre Tierra. Entonces, se pretende, no un retroceso y la vuelta al pasado sino avanzar hacia otro estilo de vida alejada de la civilización y la sociedad de masas. Sin embargo, se nos plantea un problema y es que, aun existiendo tribus que no han perdido su vinculación con la tierra, la sociedad occidental, tras siglos de desarrollo capitalista, han perdido completamente los conocimientos necesarios para volver al estado de cazadores-recolectores. Es más, es completamente inverosímil que todo lo que se ha hecho se pueda deshacer, por no hablar de la destrucción y la alteración de los ecosistemas de la mayoría de los países desarrollados. No podemos volver a ser salvajes por mucho que rechacemos la civilización, y los ejemplos de sociedades que viven de la naturaleza no se pueden aplicar a las sociedades capitalistas; principalmente porque la construcción del tejido social de las distintas sociedades a través del tiempo ha ido por vías completamente diferentes, pues mientras que las sociedades capitalistas iban perdiendo su vinculación con la naturaleza, las tribus conservaron sus costumbres y no han perdido su vinculación con la naturaleza. Son dos siglos de desarrollo industrial y todo lo que se ha generado es imposible de destruir: desde los onmipresentes envases de plástico hasta los aparatos electrónicos. Además, la actual sociedad ha alcanzado tal grado de dependencia de las nuevas tecnologías que resultaría impensable emigrar masivamente desde las ciudades al campo y más aún hacia la naturaleza. Es cierto que el desarrollo y el avance de las nuevas tecnologías ha ocasionado la destrucción masiva de ecosistemas, incluyendo suelo fértil que tarda cientos de años en generarse, y se han extinguido numerosas especies. Esto viene dado por el sistema capitalista, ya que para mantenerse necesita continuamente de nuevos mercados que explotar y el desarrollo tecnológico es uno de esos mercados. Sin embargo, necesitamos modificar el medio para poder subsistir y ello implica la aplicación de la técnica para fabricar herramientas que nos permitan cubrir nuestras necesidades básicas. Entonces, las hachas de piedra, los arpones, las azadas, el arado… es tecnología. La cuestión no es rechazar la tecnología puesto que nos es imprescindible, sino que el avance ha sido tal que hemos pasado de la simple modificación del medio a destruirlo. Así pues nos surge un nuevo planteamiento: la tecnología es necesaria pero resulta nociva si se desarrolla en exceso para satisfacer necesidades creadas artificialmente. Similarmente ocurre con la ciencia, pues cuando se pone al servicio del capitalismo resulta perjudicial, pero en esta sociedad esos conocimientos son necesarios, ya sea la medicina, la biología… y sobre todo las ciencias sociales. Por ello, el rechazo de ello por parte de los anaco-primitivistas resulta contraproducente y sus postulados no son aplicables al contexto social actual. Sin embargo, sí existe una alternativa al desarrollismo fuera de los planteamientos primitivistas y supone subvertir el dogma del desarrollo como progreso. Ser antidesarrollista no implica estar a favor del primitivismo y lo que se ha generado ya todavía se puede reutilizar. Así, podemos aprovechar los productos que se han fabricado (desechando los nocivos), los conocimientos acumulados, etc… para avanzar hacia una sociedad libre en armonía con la naturaleza pero no necesariamente volver a la vida de cazadores-recolectores. Antes de terminar, quisiera aclarar el concepto de progreso social, puesto que se ha asociado con el progreso tecnológico y la prosperidad capitalista cuando es completamente erróneo. El progreso social se da cuando las sociedades humanas van eliminando las luchas intestinas, abandonando el individualismo narcisista y se va introduciendo cada vez más la ayuda mutua, la solidaridad, el respeto, recuperando los lazos comunitarios, es decir, estrechar las relaciones interpersonales entre los miembros de una comunidad. Ello también implica no causar daños a los ecosistemas ni generar sufrimientos innecesarios a otras especies animales. Dada esta breve aclaración, podemos deducir que el progreso social es incompatible con el desarrollismo -puesto que nos hace dependientes de un modelo de vida artificial y supone la destrucción del medio ambiente- y con el sistema capitalista -porque el liberalismo posee valores contrapuestos a las ideas libertarias-. Entonces, para que se dé realmente el progreso social necesariamente se ha de destruir el sistema capitalista y los Estados que lo mantiene. Ya para acabar, la solución no está encaminada al rechazo del trabajo y clamar la vuelta al estado primitivo del ser humano sino, como primer paso, crear conciencia de clase y visibilizar nuestras alternativas mediante la organización del conjunto de los explotados, demostrando que mediante la asociación es posible materializar nuestros objetivos. Hoy en día urge que nos organicemos y seamos capaces de controlar los medios de producción y autogestionar nuestras vidas para poder construir una sociedad anarquista. Nos queda todavía mucho trabajo que hacer.