1 de enero de 2012

Capital, Tecnología y Proletariado

Los orígenes del proletariado hay que buscarlos en el periodo histórico en que la sociedad señorial se organiza en torno a la economía y se transforma en sociedad capitalista. Ello sucede cuando el dominio del capital, vigente en la circulación mercantil, irrumpe en la producción mediante una “revolución industrial”, en la cual la división del trabajo y la tecnología desempeñan un papel protagonista. La mercancía, esto es, el producto que se cambia por dinero, ha surgido en diversos momentos de la historia, siempre ligada al comercio, pero jamás ocupó un lugar central en la sociedad, y, por consiguiente, su lógica nunca determinó el ordenamiento social. Nunca hasta el siglo XVIII —la centuria de la Ilustración o el siglo de las Luces—, momento en que la cuantiosa demanda debida a las necesidades militares de los Estados alumbró un sistema productivo nuevo, la fábrica, al que correspondió una tecnología unilateral fundada en la ciencia y la producción masiva. El hecho de que la producción sea producción de mercancías es fundamental, pues implica una mercancía particular que añade valor a la materia prima: el trabajo. Su precio, el salario, viene fijado por un mercado especial: el del trabajo. En definitiva, obliga a la existencia de un proletariado. El capital crea a su antagonista, el trabajador asalariado, en condiciones dadas por una determinada tecnología y por un determinado desarrollo del Estado. El proletariado industrial es también hijo de ambos. Concretamente, es fruto tanto de la máquina de vapor, como de la regimentación del trabajo según el modelo militar-fabril.




Los cambios de la modernidad fueron precedidos por una lenta evolución del pensamiento durante la cual la razón sustituyó a la religión y desencantó el mundo. El hombre desacralizado descendió de los cielos a la tierra. El mundo, una vez enderezado, podía ser explicado a partir de sí mismo, sin guías espirituales. La ciencia llegó a ser tenida por la forma suprema del conocimiento, desplazando a la tradición y a la autoridad. Advino una nueva fe, la fe en el progreso, la creencia en que el mejoramiento humano se lograría casi automáticamente con la generalización del conocimiento científico y las innovaciones tecnológicas. Pero la razón progresista no se contentaba con la alegría del saber, sino que transcurría bajo el signo del dominio. Además de dominar las fuerzas de la naturaleza y ponerlas al servicio de los intereses dominantes, la doctrina del progreso llevaba implícito un objetivo, la demolición completa del pasado visto como atraso miserable, en oposición al futuro, mostrado casi como un paraíso. El cambio constante, premisa elemental de la ciencia y de la técnica, quedó elevado a deber moral. Ir contra el cambio significaba estar contra el progreso, defender la penuria y la ignorancia. La balanza se inclinaba del lado de la máquina y de la organización racionalizada, porque el dominio sobre la naturaleza, o en otras palabras, el progreso, se trocaba en servidumbre ante la ciencia y a la técnica. Esa mentalidad instrumental, preparó el camino del capitalismo y favoreció su desarrollo. En el nuevo contexto impuesto por la mercancía, el trabajador era una pieza del mecanismo industrial, fuente de plusvalía, y un siervo de la máquina. La producción de mercancías, y, por lo tanto, el trabajo, serían cada vez más deudores de la racionalización y del perfeccionamiento técnico. La verdadera dominación capitalista es impersonal, pues los dirigentes son simples ejecutores, buenos o malos, de reglas que no controlan. Consiste en el poder de las cosas sobre las personas, o mejor, en el poder de la abstracción sobre la realidad social y ecológica, gracias a lo cual el individuo aparece como intermediario entre cosas, como pieza secundaria de un mecanismo, como juguete de leyes ajenas, bien personificando ese poder, bien, a sus víctimas. Dicha abstracción se materializa por medios eminentemente técnicos. Depende cada vez más de la tecnología. Así pues, aunque la dominación se fuera desligando de la esfera económica concreta para volverse cada vez más técnica, la misma técnica, al haber crecido dentro de dicha esfera, en el seno de la abstracción, se convertirá progresivamente en fetiche futurista por encima de las clases. Los criterios científico-técnicos irán interiorizándose, desplazando a los ideológicos y económicos en el regimiento de los asuntos privados y públicos. En fin, para bien de la economía y de la cultura dominante, ciencia y técnica ganarán terreno a la ideología como guías de la organización de la existencia individual y colectiva.

En su primera fase, la contradicción fundamental del capitalismo es la existente entre capital y trabajo asalariado, entre la clase burguesa y la clase obrera. La verdadera dominación de las cosas sobre los individuos, esencia del capitalismo, se presenta inicialmente como explotación personal o de clase. Parece existir oposición absoluta entre la burguesía y el proletariado por más que la lucha de clases transcurra en el interior del capitalismo y que capital y trabajo, en tanto que polos de una misma relación, formen una peculiar comunidad de intereses. En verdad, su antagonismo radical era consecuencia de que la penetración extremadamente rápida de la mercancía en la sociedad; la implantación del capitalismo iba más de prisa que las formas jurídicas y políticas correspondientes, —por ejemplo, el derecho al voto, la libertad de asociación o el derecho a la huelga. Dichas formas, trabadas por los residuos del antiguo régimen que contaminaban las clases, no podían adormecer el conflicto. Por eso el movimiento obrero empezó reivindicando tanto los derechos políticos como la regulación del mercado laboral, y ante los obstáculos insalvables erigidos en su ruta, concluyó que no había otra forma de apartarlos que la revolución social. Conforme iban estableciéndose las formas históricas propiamente burguesas, el movimiento obrero fue escindiéndose en cuanto a los métodos, conservando únicamente la unidad en cuanto a los fines. Reformistas y revolucionarios decían perseguir las mismas metas, aunque los procedimientos difiriesen. Sin embargo, las maneras del reformismo y del jacobinismo condujeron a la creación de la burocracia obrera y de su clientela, cuya existencia era deudora de la degradación de los oficios y de la integración en el sistema. En una segunda fase de desarrollo político-económico, los partidos obreros, la concertación sindical, el fordismo, etc., revelaron que la contradicción entre capital y trabajo podía no ser tan absoluta como hasta entonces había parecido. Las mejoras sociales no prepararían el terreno para el Estado obrero o la comunidad obrera, sino que acarrearían el desarrollo de una sociedad de consumo.

Cierto que el proletariado revolucionario puso en marcha comunas, comités de fábrica, sindicatos únicos, consejos obreros, milicias y colectividades, la parte no vencida de su movimiento, su legado a las revoluciones posteriores. No obstante, el fracaso que representó la construcción de un Estado totalitario en Rusia, la derrota de la revolución española y el antifascismo interclasista de la posguerra llevaban a cuestionar el rol histórico de sepulturero del capitalismo atribuido a la clase obrera internacional. Hechos como la participación masiva en comicios electorales, el consumo de masas y la industria del entretenimiento mostraban la realidad de una población asalariada que se sentía identificada con la moral burguesa. Otros, como la automatización o la expansión del sector servicios, resaltaban el alejamiento progresivo entre la producción y el proletariado; todos juntos, la presencia de una sociedad de clases en disolución, de una sociedad de masas. Así como las clases fueron un producto del capitalismo naciente, las masas son una creación del capitalismo maduro. Son el resultado de la degeneración de la clase obrera ante el predominio de la tecnología en la producción y ante el consumo dirigido. A diferencia de la clase, las masas son incapaces de emanciparse por si mismas. Están formadas por individuos desclasados, ajenos a cualquier forma de solidaridad o relación no mediatizada por la propaganda o el espectáculo. En el plano social, significa que toda la vida se transforma en vida privada, tutelada, vigilada y forzada al consumo. En la sociedad de masas la tecnología toma el mando; el hombre es la materia prima de la maquinaria, el instrumento mediante el cual un mecanismo social construye otro todavía más mecánico. Los valores dominantes se han vuelto inmediatamente técnicos, porque la tecnología es decisiva tanto para la formación de capital como para el ensamblaje del aparato de poder. La tendencia de la sociedad de masas a devenir a un tiempo fábrica, centro comercial, cárcel y laboratorio, o, dicho de otro modo, la voluntad del aparato autónomo de poder a determinar la vida según los criterios correspondientes a esos cuatro subsistemas, desvela la verdadera contradicción principal del capitalismo, la que subyace entre la lógica tecnófila de la mercancía y la vida social de la cual se ha apoderado, incluido su entorno biológico. La explotación no cesa al terminar la jornada laboral. Toda la vida queda expropiada, y, vistas las consecuencias en el ecosistema, directamente amenazada. La contradicción llega al clímax al ponerse en peligro la supervivencia de la especie. El capitalismo en su fase tardía culmina la era de la instrumentalización, donde los ideales políticos, económicos y morales se truecan en utopía tecnológica y, en consecuencia, la tecnología, el “trabajo muerto”, abarca la vida en todos sus aspectos, pues ésta se desenvuelve en un medio cada vez más artificial. La tecnología punta es el destino humano bajo el tardocapitalismo. En tal régimen, no existe otra esperanza que no sea la de seguir con los planes de renovación tecnocientífica, aunque en el camino, por exigencias del aparato de poder —llámese oligarquía tecnocrática o simplemente megamáquina— vayan esfumándose todas las cualidades humanas y se vaya destruyendo el planeta.

Las revueltas de los años sesenta y setenta no pararon de señalar los límites del viejo movimiento obrero y de reivindicar la revolución como un cambio subversivo en la forma de vivir. La definición situacionista, “proletario es quien no tiene ningún poder sobre el empleo de su vida y lo sabe”, trasladaba la lucha de clases al terreno de la vida cotidiana, lo que contradecía en cierto modo su propuesta obrerista de Consejos, frente a la más coherente de comunidades o fraternidades combatientes, solución de los radicales americanos. Pero en Europa el proletariado industrial ocupaba todavía el centro de la producción, y la nueva conciencia de clase tenía problemas con la antigua. A menudo los jóvenes radicales se las vieron con los viejos militantes de las fábricas. El ideario obrerista se volvía enteramente obsoleto frente a una marea de comportamientos que exigían libertades de todo tipo, experimentación libre y abolición de cualquier prejuicio o convencionalismo social. Los últimos coletazos del movimiento obrero frente a las crisis del proceso de modernización podían crear la ilusión de un retorno, de un segundo asalto, de una “autonomía obrera”, pero esa era la parte más vencida de un movimiento que apuntaba más lejos. Mientras la rebelión de las fábricas marchó pareja a la rebelión de la vida cotidiana hubo retorno y hubo autonomía, pero la conjunción fue fugaz. La tristeza amarga de la derrota en los años siguientes ilustra a la contra el optimismo irreal de las dos décadas anteriores. La funcionarización, las subvenciones y los mecanismos electorales, había transformado la burocracia obrerista en un factor reaccionario de primer orden, al que las escaramuzas de los obreros radicales no habían logrado anular. Salvo escasas excepciones, aquellos permanecían en el mismo terreno; la lucha por el salario, la jornada o el empleo, por legítimas que fueran, por muy violentas y asamblearias que llegaran a resultar, no traspasaban los límites del capital, y por tanto, no menoscababan el clientelismo político-sindical, ni contribuían a la descolonización de la vida cotidiana. No luchaban contra el capitalismo, sino contra una forma concreta de capitalismo, en fase de autoliquidación. Además, la ulterior ofensiva capitalista de los ochenta liberalizó las costumbres, generalizó el consumo y puso fin a los brotes radicales en las empresas. La automatización desplazó la masa asalariada hacia la construcción, la distribución y el turismo. El pacto con los sindicatos restauró un modelo de negociación vertical y obscureció la conciencia de las revueltas. La represión hizo el resto. La lucha en el lugar de trabajo quedó definitivamente separada de la lucha por una vida sin trabas ni catastrofismos capitalistas. La idea de revolución quedaba completamente desacreditada y relegada al desván de las utopías. El persistente obrerismo residual se debatía cada vez más entre la contemplación de una masa asalariada consumista, dócil y manipulable, y el sueño una clase obrera abstracta, portadora de ideales universales de emancipación. A partir de ese momento, se enrocaba en su gueto y sobrevivía como secta, con sus dogmas, su simbología y sus rituales; dejaba de ser una simple ideología nacida de un análisis social y una práctica insuficiente, para acomodarse en el espacio que le reservaba la era tecnológica.

La consideración del trabajo como elemento común a toda la sociedad, como su principio organizador, tal como propugnaban los partidarios de la revolución proletaria, equivalía a presentar al socialismo como un régimen de obreros persiguiendo el perfeccionamiento social por vías desarrollistas libres de patronos. Bajo ese punto de vista —que es el del progreso, o sea, el de la burguesía— el socialismo no sería más que un capitalismo corregido, y el movimiento obrero, un agente de la modernización. Para ese viaje no se necesitaban alforjas y los burócratas obreristas lo tuvieron siempre claro: el capitalismo real era efectivamente el único socialismo posible, llámese “Estado de bienestar” o sociedad “desarrollada”. Así que el peligro no proviene de la integración, sino de la exclusión, no de que haya demasiado capitalismo, sino de que no haya el suficiente. Si antaño el socialismo fue presentado muchas veces como la coherencia del capitalismo, ahora que otro tipo más “humano” (y más keynesiano) del mismo se supone posible, el capitalismo se muestra como la coherencia del socialismo. El anticapitalismo, si no quiere quedar atrapado en una contradicción, ha de entonar un responso profundo por las fuerzas productivas y las leyes del mercado. No por estar en poder de los trabajadores la producción y la distribución dejarán de ser producción y distribución de mercancías, y si eso ocurre, se reproducirá bajo una u otra forma aquello que se había pretendido destruir: los dirigentes, la propiedad privada, la industria, el mercado, el Estado. El trabajo, que ya en plena sociedad de consumo ni siquiera puede constituir una comunidad de oprimidos, mucho menos puede servir de fundamento a ninguna sociedad emancipada. La vida sí.

Abolir el capital sin abolir el proletariado equivale a reproducir otra forma de capitalismo y, como corolario, otra clase dominante, otro Estado. Abolir el proletariado sin rechazar la ideología del progreso, tiene las mismas consecuencias. Si lo que se quiere es acabar con el reino de la mercancía, hace falta tanto suprimir el trabajo como abandonar la tecnología asociada a su existencia; en definitiva, liberar a los individuos de la condición de trabajadores, librarlos de la relación social objetivada que los convierte en asalariados, accesorios de la máquina y esclavos del consumo. La supresión del trabajo tiene que suceder primeramente en la producción, pero no mediante la apropiación colectiva de los medios, o mediante el recurso a la automatización, sino por el desmantelamiento del sistema urbano—fabril y al abandono de la maquinaria centralizadora. Y a la vez, completarse en la circulación, no sólo con la abolición del dinero y del mercado, sino con la eliminación del ocio tecnificado, esa nueva forma de trabajo. Una vida emancipada del trabajo no es una vida ociosa; entre otras cosas, es una vida en la que la actividad productiva, el “metabolismo con la naturaleza”, obedece a la satisfacción de necesidades y no condiciona el funcionamiento social, no altera un ápice de la “fraternidad universal” (o sea, no impide la reproducción de relaciones sociales libres). La revolución no aspirará más que a romper las cadenas del trabajo –especialmente las de la tecnología—, para la reapropiación de la vida por parte de los individuos, mediante la construcción libre de todos sus momentos. Al cesar las constricciones de un poder separado y de una tecnología autónoma, al acabar con la artificialización, al terminar la manipulación de las necesidades, el erotismo, los deseos y los sueños, la vida quedará liberada de barreras e imposiciones, a merced de sí misma: saldrá de la esfera del trabajo y el consumo, o sea, de la nocividad y la sumisión. Habrá que reinvertir las relaciones entre el hombre y la máquina, entre la humanidad y la naturaleza, o mejor, entre los individuos y las cosas, reconstruyendo la sociedad de modo convivencial y moral, sin jerarquías, con el auxilio de una politecnología basada en la agricultura, en las artes y en la satisfacción de necesidades reales y deseos auténticos. Reequilibrar los territorios, reducir las ciudades y establecer con el entorno nuevas relaciones ajenas al dominio. Constituir comunidades libres. Paradójicamente, aunque la tradición deba regular los ritmos de la vida social, no será cuestión de volver a un momento cualquiera del pasado, sino de hacer tabla rasa con el presente.

MIGUEL AMORÓS

Conferencia del 24 de abril de 2010 en la Librería asociativa

Enclave Libros, Madrid.


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