24 de marzo de 2012


Aysén: violencia y soberanía

Hay una relación directa entre soberanía y violencia. El Estado moderno se define, y en ello hay coincidencias, por monopolizar la violencia, que se pretende legítima, sobre un territorio y una población determinada. Se habla entonces de un Estado soberano, por cuanto no acata poder externo dentro de sus delimitaciones territoriales. El monopolio de la violencia, en un Estado democrático moderno, se supone delimitado por un cuerpo legal por todos conocido y respetado. El respeto, siempre en el ámbito de los supuestos, emanaría de la participación popular en la definición de ese cuerpo legal. El poder constituyente, esto es, una forma vital de ejercicio de la soberanía popular o soberanía social, se encargaría de establecer democráticamente el marco legal y, tan importante como eso, se traduciría en que la soberanía del Estado sería la expresión jurídica de la soberanía popular.
En el caso de Aysén lo antes expresado no alcanza, siquiera, a ser una ficción jurídica. Es una farsa.

De lo que actualmente conocemos como Chile, Aysén fue el último territorio colonizado. Fueron hacheros y pescadores chilotes, como en Llanquihue, quienes primero se establecieron en esas tierras. Tehuelches y Yaganes habían penetrado escasamente la pequeña franja entre la cordillera y los canales, y no fue si no a principios del siglo XX que el Estado tomó posesión efectiva del territorio. Hasta entonces, cuando se fundó la propiedad, el territorio y las gentes que lo habitaban vivían sin Estado. La soberanía sobre el territorio, y sus habitantes, se definió entre Santiago y Buenos Aires, Londres mediante. La soberanía popular, o social, sólo fue considerada asunto de Estado a inicios de la década de 1930. Esto es, a su población no se le reconocieron derechos civiles ni políticos hasta entonces.

Las concesiones de miles de hectáreas que, mediante acuerdos corruptos, obtuvieron del Poder Ejecutivo especuladores como Tornero, Moritz Braun y Julio Vicuña, no alcanzaron la magnitud que les permitió la rentabilidad de la explotación ovina en los territorios argentinos de Chubut y Santa Cruz, el chileno de Magallanes y la provincia de Chiloé. Sin embargo, un paso atrás del latifundio comenzó a instalarse el Estado. Sin caminos, sin postas, sin escuelas, sin correos, sin puertos, con carabineros.

Desde que se inició la colonización de Llanquihue y Osorno, decenas de familias de colonos chilenos, chilotes y williches se instalaron en Aysén. En pequeñas explotaciones, como en Chile Chico. Hasta allí llegaron huyendo del horizonte trágico de convertirse en empleados o inquilinos de los latifundios que prosperaban, gracias a la acción del Estado, al norte. Su comercio se realizaba, como hasta hoy, fundamentalmente con Chiloé y con los territorios argentinos. Allí educaban a sus hijos, cuando podían hacerlo, allí recibían atención médica, cuando existía la posibilidad.

En la década de 1910, las compañías ganaderas formadas por capitales europeos y asentadas en Magallanes y Santa Cruz comenzaron a avanzar sobre Aysén, despojando colonos y expulsando yaganes y tehuelches. Entonces el Estado se hizo presente, por primera vez. Lo hizo emitiendo órdenes de desalojo contra pobladores. Reivindicando su derecho a poblar, los colonos ignoraron las órdenes hasta el arribo de un contingente formado por carabineros y administradores de compañías. Luego de ofrecer resistencia, los colonos fueron derrotados, sus propiedades incendiadas, sus animales dispersos. Lo que se conoce como la Guerra de Chile Chico marcó la entrada efectiva del Estado, el reemplazo de la soberanía de los colonos por la de las compañías. Ese resultado, que he llamado soberanía de ovejas, significa que el territorio es ocupado por animales, antes que por personas, y es apropiado por latifundistas amparados legal y militarmente por el Estado. La soberanía estatal en Aysén, así, nació mediante actos jurídicos de expropiación y acciones de violencia nunca antes vista, una violencia practicada por agentes del Estado para infundir miedo.

Como en todo proceso colonial, se divorció al territorio de sus pobladores. El territorio era chileno, por cuanto las compañías gozaban de autorizaciones del Estado, mientras la población era sólo formalmente chilena, por cuanto para ella no regían los derechos civiles y políticos reconocidos por el Estado de Chile. Soberanía sobre el territorio sin soberanía popular.

Después de un siglo, nuevamente, represión descontrolada ante la reivindicación de derechos. La reivindicación social de soberanía es enfrentada nuevamente con violencia. Con una violencia doblemente ilegítima, por cuanto el orden legal chileno no nació, ni expresa el ejercicio, de la soberanía popular, y porque se niega a la comunidad la capacidad de decidir sobre decisiones que le competen. Es decir, la soberanía del Estado está divorciada de la soberanía popular, como divorciada se quiere a la población de su tierra. A modo de ejemplo, una compañía extranjera con apoyo del Estado podría decidir la inundación de miles de hectáreas, para producir energía para compañías mineras también extranjeras en Antofagasta, sin respetar la voluntad social.

En Aysén, como en Coihaique y antes en Magallanes, la disputa es entre dos nociones de soberanía, que podrían potenciarse recíprocamente. De hecho, un argumento central en las demandas sociales de Aysén es la responsabilidad del Estado para con sus ciudadanos en una zona fronteriza y lejana. Es decir, se demanda responsabilidad para quienes, por habitar la frontera y por ser ciudadanos, son doblemente sujetos de soberanía. Se demanda inversión y exenciones fiscales, como lo hizo Perón en la Patagonia argentina, el Frente Popular en Magallanes, Allende en Panguipulli, Pinochet, a su manera, sin soberanía popular, en Aysén, y desde entonces los gobiernos argentinos y chilenos con Tierra del Fuego. Y se demanda, al mismo tiempo, y por lo mismo, poder de decisión.

La respuesta del Gobierno Piñera-Hinzpeter, inepto como pocos, ha sido desconocer la responsabilidad del Estado hacia las zonas extremas (ya lo hizo en Magallanes y en Arica) y negar los derechos de esos ciudadanos. Respecto de lo primero, antes que la inversión pública opta por privilegiar la privada, lo que es más propio de la estrategia colonial del Estado oligárquico que de las políticas implementadas los últimos 100 años. Respecto de lo segundo, lo ha hecho interviniendo las precarias instituciones locales de decisión frente a Hidroaysén y, ahora, desplegando una fuerza represiva que nunca, desde 1918, se conoció en la zona.

Lo que se juega en Aysén es un problema de Estado. No hay soberanía territorial sin responsabilidad estatal por los habitantes de ese territorio. Al menos por su patriotismo de banderita y efeméride debiera el Gobierno construir una buena relación con los sujetos que construyen soberanía.

Lo que se juega en Aysén es, además, un problema de soberanía social. Ella pone en duda la legitimidad de un Estado que la ciudadanía, mayoritaria y crecientemente, considera viciada por origen y por ejercicio. La única salida que garantiza una solución de fondo es la realización de una asamblea constituyente, donde la soberanía efectiva sea ejercida por los ciudadanos. Sabemos, sin embargo, que el Gobierno no impulsará un proceso democratizador. Lo que puede exigirse, eso si, es que el Gobierno detenga la única salida que garantiza que la crisis de legitimidad se profundizará: la estrategia del no-diálogo y la violencia represiva. Retirar a las Fuerzas Especiales, una tropa llevada desde la metrópoli que actúa de manera extremadamente violenta contra el conjunto de la población, es el paso que debe dar el Estado. De no hacerlo, el Gobierno daña a largo plazo la soberanía territorial y a corto plazo la soberanía popular. La primera no es demasiado preocupante. La segunda es asunto de vida o muerte.

Es entendible que la actual Derecha, criada por la Dictadura, se resista a reconocer los procesos de empoderamiento ciudadano, a cuestionar su institucionalidad, a modificar su modelo económico. Tiene todo el derecho de hacerlo. Pero no tiene ningún derecho a jugar con la vida y la muerte de los ciudadanos. Con esa estrategia resultó victoriosa en el pasado -nadie sabe tan bien como la Derecha de desprecio por la dignidad. Ya no corre la guerra fría, ni es viable pensar en una nueva dictadura. La Doctrina de la Seguridad Nacional no convoca, salvo a un 15 a 30% pinochetista.

No es posible apelar al respeto a la vida, ni al respeto a la mayoría ciudadana, para exigirle al Gobierno que no continúe la violencia que tan profundos dolores ha dejado en nuestro país. Es sencillamente por estrategia que el Gobierno debiera enmendar el rumbo frente a la protesta social. Porque dos años pasan rápido, dejarán de ser Gobierno, y el empoderamiento ciudadano va a continuar creciendo. Mientras más quiera defender al pequeño, dominante y aislado sector social que representa, más sensato sería que asumiera que es un Gobierno de minoría, que no puede seguir violentando la soberanía popular y que debe empezar a dialogar con ella. Porque la muerte sería intolerable y la Derecha está demasiado cerca de volver a matar. En Aysén o en cualquier parte.

* Alberto Harambour es historiador y académico de la Universidad Diego Portales.

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