26 de mayo de 2013

La represión del Estado, el derecho a la desobediencia y el fetiche de la violencia

El biólogo Humberto Maturana propone una definición de violencia, cuyo eje central es una demanda extrema de obediencia y sometimiento, sea ésta realizada por medios directos o sutiles. Esta breve caracterización contiene como premisa básica una negación de la legitimidad del otro. Entiendo como legitimidad del otro, su derecho a desarrollarse en forma integral de acuerdo a sus propias necesidades, en armonía con el resto, desde una noción general de interdependencia y reciprocidad basada en el mutuo reconocimiento de nuestras diferencias y de aquello que es común. En una sociedad jerarquizada ciertos valores hegemónicos son impuestos por la fuerza y la reproducción de la cultura, mediante justificaciones que van desde lo divino hasta falsificaciones de la historia con respecto a un contrato social. Los valores impuestos tienen como objetivo, por un lado un control conductual que asegure que cualquier otra forma de pensamiento y acción sea una herejía, y el perpetuar el sostenimiento de sistemas económicos que consoliden materialmente el poder de una minoría. Las sociedades jerarquizadas, al funcionar de esta manera, cultivan como emoción básica el miedo a las consecuencias negativas de resistir. Inculcan el miedo mediante la imposición de estos valores dominantes, los cuales garantizan la explotación de amplios sectores de la población. El ser humano, al ser una criatura que se reconoce a sí misma en relación con los otros, en la sociedad jerarquizada constantemente asume un rol de oprimido u opresor a distintas escalas: familiar, laboral, social, etc. En definitiva es una relación en que los vínculos de solidaridad y confianza son sustituidos por protocolos de acción, implícitos o explícitos, de demanda de obediencia, es decir una estructuración de la sociedad basada en la violencia, cuyo lenguaje son las leyes impuestas por la minoría en el poder y sus muchos más amplios colaboradores anclados en la reproducción de la cultura de la sumisión. Lo que conlleva a que no puedan ser percibidas como relaciones violentas, además de que dichos comportamientos, al ser absorbidos desde la niñez, modifican nuestra propia fisiología en tal dirección. En la sociedad capitalista se ha generado un discurso de aparente pluralidad y aceptación de todas las diferencias, pero como un tema meramente folclórico donde ningún modo de vida ajeno a los valores dominantes puede interrumpir en lo más mínimo el poder de la clase dominante, constituyendo una dictadura enmascarada dentro de un relativismo cultural que golpea con tanta violencia como cualquier otro tipo de régimen totalitario. Bajo este contexto en que las relaciones jerarquizadas son intrínsecamente violentas a nivel biológico y afectivo, cabe la pregunta si es legitimo confrontar con violencia esta estructura totalitaria que representa el estado y el capitalismo. En mi opinión, tal dilema es ficción por la sencilla razón de que toda la estructura jerarquizada es violenta en sí misma. En esta condición quedamos sometidos a la violencia de otros grupos sociales, o bien, simplemente la volcamos contra nosotros mismos, como sucede en fenómenos psicosomáticos (enfermedades por estrés por ejemplo). En mi opinión la pregunta relevante es cómo construimos un sistema social solidario y en ese sentido todas las estructuras verticales como el estado centralizado deben ser sustituidas y superadas por estructuras de organización por libre asociación, horizontales y descentralizadas basadas en la empatía como base afectiva del apoyo mutuo. Lo que conlleva, como requisito, desmontar las bases económicas del poder, es decir impedir la acumulación de capital en grupos económicos y la propiedad privada de bienes comunes, en síntesis que cada comunidad pueda hacerse cargo de los asuntos que son de su interés. En todo ese escenario, las acciones de resistencia y desobediencia frente a las leyes y valores dominantes que no han emanado de más consenso que el que imponen la mentira y el exterminio, son totalmente lógicas, en la medida en que se convierten en las tácticas que posibilitan el derecho a rebelión de los pueblos y comunidades oprimidas. Ante tales afirmaciones rápidamente se podría esgrimir la contradicción de fundar un sistema solidario desde la misma violencia que impone el estado. Sin embargo me parece que hay diferencias importantes: La violencia que impone el estado es un fenómeno sistemático, que invade toda la cotidianidad, a diferencia de la desobediencia y resistencia que es un fenómeno transitorio cuyo objetivo es la abolición de la imposición del control social. La violencia del estado mediante policías militarizadas es presentada en el discurso oficial como necesaria y deseable, incluso ejerciéndose sobre los cuerpos de niños y personas desarmadas o débilmente armadas, en cambio la desobediencia y resistencia que constituyen acciones de sabotaje o interrupción de la cotidianidad y que tienen por objetivo dañar una estructura socioeconómica plenamente identificable. Finalmente la violencia del estado a través de su policía militarizada tiende a lesionar, en forma grave tanto física como emocionalmente al disidente, con el fin de disuadirlo de persistir, en cambio la desobediencia o resistencia a estos ataques, tiene por objetivo la autodefensa que permita que la disidencia asegure su supervivencia en el tiempo. En esta perspectiva el tema de la desobediencia y resistencia, en cuanto a sus métodos, queda enmarcado a analizar qué tácticas son liberadoras y útiles en un momento particular y no al hecho mismo de debatir si debemos mantenernos dentro de las leyes que emanan de imposiciones ilegitimas. Por lo que también es importante entender que el movernos dentro de una sociedad jerarquizada intrínsecamente violenta ha llevado a construir, en algunos sectores, una retorica incendiaria que en mi opinión fetichiza la violencia, lo cual puede ser tan nocivo como el más tímido de los reformismos pacifistas. Esto último es una victoria del propio sistema de dominación que nos hace olvidar que determinados medios tampoco son un fin en sí mismo y que una sociedad libertaria, si bien requerirá de resistencia y desobediencia para construirse, necesitara en mucha mayor cantidad de horizontalidad, amor, solidaridad, y apoyo mutuo. Debemos tener claro ésto para aplicarlo en nuestro discurso teórico y en nuestras acciones practicas de manera cotidiana. La violencia y las diversas formas de control social a las que somos sometidos son brutales, al punto que son naturalizadas por completo, y por lo mismo no podemos permitir que nos conquiste en forma tan intima mientras luchamos por defendernos y alcanzar nuestros objetivos. El adversario, la clase dominante, siempre tendrá diversos rostros y administradores con mayor grado de importancia y trascendencia unos que otros, pero ellos no son el objetivo principal sino los valores y la estructura jerarquizada intrínsecamente violenta que defienden. La revolución no será un carnaval, pero tampoco tiene porque ser un baño de sangre masivo que ponga en riesgo a la propia humanidad, será ante todo un movimiento consciente que oponga una cultura propia, solidaria y horizontal que reconozca como legitimo aquello que nos diferencia y lo que tenemos en común, en donde nadie tenga el poder de imponer estructuras de dominación, y en que la resistencia y la desobediencia serán una carta mas dentro de la baraja de la que en ningún caso se puede prescindir. Quien no entienda esto y siga planteando la violencia o el pacifismo como fin o medio en sí mismo y en términos absolutos sólo estará predicando la moral hipócrita de nuestros opresores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario